2020: el año que nos quedamos en casa

Nunca estuvimos tanto tiempo adentro como este 2020. Y aunque ahora ya estén permitidas las salidas y los viajes, aquí hacemos un repaso por la montaña rusa de emociones que nos provocó el hecho de estar en nuestros hogares tanto tiempo.

Nada fue tibio, o intrascendente. El 2020, este año en el que muchos días fueron tan iguales unos a otros no será, sin embargo, un año de esos que se pierden en la memoria.
Quizás los tres primeros meses del año que termina este jueves no nos parezcan parte del mismo bloque de tiempo que forma el 2020. Enero, febrero, y buena parte de marzo lo vivimos como si Wuhan, el pueblo chino en el que todo comenzó, quedara en otro planeta; como si el mundo no estuviera tan conectado.
Pero después, el 15 de marzo, y sobre todo el 20 de ese mismo mes, empezamos a transitar este extraño, extremo, intenso, doloroso, angustiante y también esperanzador 2020.


Definitivamente, el 2020 fue el año en que nos quedamos en casa. Y con los lectores, establecimos un lazo a través del newsletter de Quedate en casa.

Para recorrer este año, a modo de balance de las emociones que sentimos, seleccionamos cinco momentos distintos, cinco cartas que hablan justamente de quedarse en la casa:

1. Mayo: Bebeme

Todos leímos, o vimos o tenemos en algún lugar de nuestra cabeza, aunque sea en un sitio muy remoto y sin uso, la imagen de “Alicia en el país de las maravillas” después de haber hecho caso al cartel que decía “comeme”, no? Esa Alicia gigante que desborda la casa…
¿No hay días -en estos días de cuarentena- en los que se sienten así?

Alicia en el país de las maravillas, ilustración de Rebecca Dautremer

Todo lo que principio nos maravillaba de nuestro hogar dulce hogar, se ha encogido… La alegría de amasar nuestro pan se ha ido transformando en una pequeña media sonrisa con suspiro -y ni hablar de la de limpiar la casa, si es que alguna vez sentimos alegría-; las maratones de series ya no nos dan tantas ganas de correrlas; la pila de libros que planeábamos leer ahí sigue, esperando que los agarremos de una buena vez; ya nos chocamos contra las paredes de la casa -no importa el tamaño que tenga-; vemos todas las pelusas que no barremos, y queremos que el trabajo sea el trabajo, con sus horarios y su espacio, y nuestra casa, nuestra casa y punto.
La verdad es que todavía falta un poco, así que mejor beber un trago de las aguas de aquel cuento lleno de sinsentidos y fantasías que escribió Lewis Carroll, para que nos devuelva a nuestro tamaño habitual, para que no nos enfrasquemos en pensamientos recurrentes sobre el tiempo y el encierro, y volvamos a sentir que esto no durará una eternidad, y que algún día volveremos a salir.

Alicia: “¿Cuánto es para siempre?”
El conejo blanco: “A veces solo un segundo”.


2.- Julio: Algo bueno, algo prestado, algo usado

Más temprano que tarde, estos raros tiempos nuevos, serán menos raros y recuperaremos nuestros espacios, nuestra vida y el contacto real con los que queremos.
Pero mientras tanto -en un plan optimista, porque ya sabemos que esta montaña rusa de la cuarentena nos puede dar ánimos un día y desánimos al siguiente-, hay bastantes cosas que rescatar y muchas que mantener a resguardo de la vorágine habitual de los días pre pandémicos que algún día también regresarán.
(Algo bueno)
Porque sí, es cierto que extrañamos salir, jugar al fútbol, los asados, los cafés, el cine, el cine, el teatro y vestirnos como para estar en la calle y no como para estar de entre casa todo el tiempo.
Pero también es cierto que aprendimos a resolver más rápido lo que no merecía tantas horas; que le reservamos un espacio de nuestras tardes a leer, a pintar, a escribir, a tejer, a intentar clavar una madera con otra para hacer un mueble y descubrimos que teníamos algunas habilidades o que -si las habilidades nos fallaban por completo- al menos sentíamos placer al intentarlo. Y sí, lo del pan hecho en casa ya lo dijmos miles de veces, pero casi todos nos hemos maravillado de nosotros mismos al descubrir que somos perfectamente capaces de hacerlo.
(Algo prestado)
También hemos descubierto, a través de las historias que leemos o de las redes, que hay mucha gente por ahí con una enorme creatividad, gente que nos contagia sus ganas; gente de la que aprendemos -sólo por verla- que es posible reinventarse, o seguir en medio de esta insólita realidad que estamos viviendo.


Es así, cuando la montaña rusa de las emociones va para arriba, vemos la parte más amable de esta maraña.
Cuando va para abajo no está mal a veces recurrir a nuestro archivo familiar: a las historias de nuestros abuelos, de nuestros padres, de nuestros bisabuelos.
(Algo usado)
Todos tenemos guardadas en la memoria o en el corazón, esos relatos de los que sobrevivieron a las Guerras, a las persecuciones, de los que se vinieron con incertidumbre a una tierra desconocida, de los que que pasaron meses u años sin saber absolutamente nada de sus seres queridos, estuvieran del otro lado de la cordillera o del mar.
No sé si las comparaciones lograrán hacernos sentir mejor. Seguramente no serán un consuelo. Pero si pueden servir para ponernos en perspectiva. Para apaciguar nuestras ansiedades.
Para agradecer nuestro confort.
Para aprender.
Para entender.


3.- Septiembre: Gastada

De una u otra manera, desde el 20 de marzo, hemos hablado, escrito, reflexionado, sobre “la casa”. No había forma de escaparle al tema. La casa es desde siempre, pero sobre todo desde ese día, nuestro centro de operaciones.
Desde ahí decidimos nuestros movimientos, ahí -aquí- nos concentramos para estudiar o trabajar; mantenemos sesiones con nuestro psicoanalista; aprendemos a cocinar online; pagamos cuentas; barremos, maldecimos el desorden, planchamos; miramos cine; compartimos penas, sustos y alegrías.


Como los pares de zapatillas que más usamos, la casa parece haberse gastado más en estos 179 días. Dan señales de cansancio las llaves de luz que se aflojan, las patas de la mesa que rechinan, agotadas de soportar el peso de la compu o de las carpetas de la escuela, cuando no sirve para almorzar o cenar; el sillón que luce un tanto desnivelado de tanto sostenernos; los tiradores de la alacena que empiezan a salirse; la mesita ratona que ahora es un ensayo sobre la presencia humana constante.
La casa -las casas- nos ha cobijado y ha tolerado medianamente bien todos nuestros arranques de aprendices de diseñadores de interiores. Nos ha dejado darla vuelta, reacomodarla, desinfectarla, pintarla, redecorarla, reciclarla, sobrecargarla de tensiones, de cuadros, de cables, de conexiones; transformarla en un lugar de tránsito constante.
ntes, antes de la pandemia, la casa tenía sus momentos de silencio. Momentos, imagino, en los que se reacomodaba, como nosotros estiramos nuestros huesos antes de levantarnos. Momentos en los que el sol se colaba por las ventanas y sólo volaban algunas partículas. Momentos de calma. De soledad.
Hay días que ansío un descanso de todo esto. Supongo que la casa también.


4.- Octubre. Hartazgo

Harta.
Harta y bien.
La palabra, la primera palabra, parece definir este período. La veo escrita en redes sociales, la escucho al teléfono, me llega por mensaje como respuesta a un inocente ¿cómo estás?
Quisiera sacarle ese ancla que lleva; ese fastidio implícito por lidiar con el adentro siete meses largos; ese desánimo que contiene por sabernos en eterno presente desde hace tantos días.
Como el desánimo, el hartazgo no es algo que querramos manifestar. Y si lo decimos, lo decoramos con un jajaja final, como para restarle tamaño, dimensión; para restarle todo hasta dejarlo como un palito escuálido, flexible e inofensivo.
No es siempre. No es permanente. Pero ahí está: hartazgo de la rutina. Hartazgo de las puertas que sabemos que están cerradas. Hartazgo de la convivencia. Hartazgo de no vernos. De no ir al cine, de no avanzar; de buscar frenéticamente una serie que nos distraiga y nos de un tema que no sean los números, los síntomas, las muertes.
Hartazgo simple también y por cosas sencillas: porque seguimos sin arreglar la perilla de la luz, porque la puerta del horno no cierra bien y qué fiaca llamar a alguien para que la arregle, con tanto protocolo; porque hay desorden; porque hay que lavar, planchar, cocinar; porque vuelan las pelusas de los álamos plateados y nos hacen estornudar.
¿Está mal declararse harto?
¿Está mal sentir algunos días un enojo sin destinatario por esta realidad? ¿es inconducente confesarse, un día al menos, fastidiado con la autoayuda, y todos los consejos -que no seguimos- para convertir nuestra habitación en ese santuario que debe ser para conciliar un buen sueño? ¿Está mal llorar de rabia un día porque todo esto nos tiene hartos?
Un día al menos.
Harta, y bien.


5.-Noviembre: Lugares que permanecen

Aunque los controles se hayan vuelto más laxos y haya tanta gente en la calle como antes, la casa sigue siendo nuestro lugar seguro; donde trabajamos los que hacemos teletrabajo, donde se aíslan los que tienen síntomas, donde se cursaron las clases mientras las hubo.
Las casas ya no parece en nada a laa casaa que eran. Trato de pensarla en febrero de 2020, tan lugar de paso, tan de rincones abandonados y dejados de lado; tan de “vuelvo a las 18”, o “no me esperen a cenar”.
Trato de imaginar qué hubiera ocurrido si todo esto no hubiera ocurrido: ¿hubiéramos descubierto lo agradable que es sentarme a escribir en ese espacio, mirando los cactus y la hortensia en flor?, ¿hubiéramos advertido que la biblioteca quedaba mejor así, como terminamos de acomordarla después de dar vuelta el lugar que ahora hace las veces de escritorio? ¿hubiéramos aprovechado tanto las habitaciones/aulas/ gimnasios improvisados?, ¿hubiéramos plantado esos tomates, la semilla del limón y los zapallitos con la esperanza de tener una mini huerta? ¿nos hubiéramos visto tanto, compartido tantas cenas, reído de esos chistes que se incubaron en la cuarentena?
Pienso en esa mesita que está en el jardín, con sus sillas de metal, viejas, un poco oxidadas, sillas que siempre fueron más de adorno que útiles y cómodas, pero que ahora son un lugar para salir a leer cuando refresca. ¿Las habríamos descubierto así de placenteras si no hubiéramos pasado delante de ellas tantas veces como este año?
Trato de comparar el tiempo que antes le dedicaba a mirar y disfrutar del jardín. Creo que era por las mañanas, un ratito, antes de salir a trabajar, y otro poco al atardecer cuando todos volvíamos a casa. No era un espacio, como ahora, al que voy y vengo cada vez que me quedo sin energía o sin inspiración, o mientras tengo una “reunión de trabajo”.

Supongo que en algún momento, la casa-la mía, la de ustedes-, volverá a ser lo que era antes; el afuera volverá a ser un lugar en el que transcurrirá parte de nuestra vida.
Trato de pensar qué pasará en ese momento: ¿volveremos a reacomodarlas? ¿seguiremos disfrutando de los rincones descubiertos?
En estos días volví a leer uno de los libros que más me gustaron este año: “Una guía sobre el arte de perderse”, de Rebecca Solnit. En uno de los capítulos finales, que se llama “El azul de la distancia” (tiene 4 capítulos que se llaman de la misma manera), dice: “Los lugares son lo que permanece, lo que podemos poseer, lo que es inmortal. Los lugares que nos han hecho quienes somos se convierten en el paisaje tangible de la memoria, y en cierto modo también nosotros nos convertimos en ellos. Son lo que podemos poseer y lo que al final acaba poseyéndonos”.

Pensé que nuestras casas, una vez pasada esta temporada de pandemia, será nuno de esos lugares que permanecen, un paisaje de nuestra memoria. Un paisaje importante de nuestra memoria.


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