Dos obras
Cuando se haya ido Juárez, ya no habrá censores de obras teatrales en la Argentina contra los cuales protestar.
Durante años fue común atribuir el estado presuntamente poco alentador de las diversas manifestaciones culturales en el país al «autoritarismo» respaldado, cuándo no, por «la censura», pero ocurre que desde hace mucho tiempo la Argentina es uno de los países más libres del mundo. Si existieran dudas serias sobre el tema, acaba de disiparlas el caso ya célebre del estreno demorado de una pieza teatral, «El cartero», en Santiago del Estero. Como es sabido, el octogenario gobernador Carlos «Tata» Juárez, un cacique derechista chapado a la antigua, quiso prohibirlo por considerar ofensiva para la moral y las buenas costumbres de sus comprovincianos una escena de desnudo, pero luego de una batalla campal entre libertarios encabezados en esta ocasión por el secretario de Cultura y Comunicación de la Nación, Darío Lopérfido, y un puñado de juaristas furiosos, triunfaron los primeros para que, por fin, los santiagueños pudieran ver sin «mutilaciones» la obra del chileno Antonio Skármeta, resultado que, claro está, llenó de satisfacción a todos los comprometidos con la libertad artística. ¿Es que, estimulados por su éxito, éstos seguirán «luchando» a fin de eliminar lo que queda de la censura en nuestro país? No es muy probable. En este ámbito, hasta los más progresistas suelen asumir posturas que son netamente elitistas: se indignan si un gobernador como Juárez trata de censurar una obra de teatro para los presuntamente ilustrados, pero no protestan por la ausencia de películas «para adultos» en la televisión abierta plebeya.
Pues bien: lo más llamativo de este episodio que tanto ruido provocó en los medios de difusión nacionales no fue el hecho de que el mandamás notoriamente retrógrada de la provincia más pobre y atrasada del país haya tratado de censurar una obra de teatro a su entender «procaz» -y la verdad es que el valor de la pieza de Skármeta no tiene nada que ver con la oportunidad para desvestirse que brinda a un par de actores-, sino que parecería que en toda la república nadie, salvo Juárez, y en ningún otro lugar, salvo el más depauperado, se les ocurriría a las autoridades intentar reivindicar públicamente actitudes antes generalizadas. Por cierto, sería impropio hablar de «polémicas»: los juaristas aparte, virtualmente nadie procuró defender la medida aunque, en comparación con lo que sucedía en épocas no muy lejanas, resultaba inocua: calificarlo de «fascista», como lo hizo Lopérfido, es un disparate. Asimismo, sería necesario ser bastante imaginativo como para convencerse de que en la era de Internet los pocos santiagueños que se interesan por tales cosas se hubieran visto irremediablemente aislados del «mundo de la cultura» de haber logrado el gobernador y su esposa imponer sus criterios «antediluvianos».
En todos los países es normal que haya jurisdicciones regenteadas por personas reacias a aceptar que no deberían existir límites para la expresión artística, sobre todo cuando dichos límites están relacionados con el sexo, pero no lo es que un incidente como el protagonizado por un equivalente local de Juárez desencadene un gran escándalo nacional. ¿Por qué tuvo una repercusión tan fuerte? Tal vez porque son muchos los que sienten cierta nostalgia por los días en los que «luchar» contra la censura era una actividad más riesgosa, y más importante, de lo que es en la actualidad. En la Argentina posdictatorial, los planteos contrarios a la censura artística cuentan con la aprobación de tantos que encontrar a un político que esté dispuesto a combatirlos, aunque sólo porque no entienda que los tiempos han cambiado, no es nada fácil, de ahí los gritos de júbilo que provocó el descubrimiento de que en Santiago del Estero por lo menos aún pueden hallarse censores de carne y hueso. En cierta manera, podría decirse que Lopérfido, los responsables de la pieza -entre ellos, Skármeta- y todos aquellos que haciendo gala de su coraje se solidarizaron con su causa, pusieron en escena su propia obra colectiva destinada a reeditar las campañas victoriosas de antaño. Tuvieron que apurarse: cuando se haya ido Juárez, ya no habrá censores de obras teatrales en la Argentina contra los cuales puedan protestar.
Durante años fue común atribuir el estado presuntamente poco alentador de las diversas manifestaciones culturales en el país al "autoritarismo" respaldado, cuándo no, por "la censura", pero ocurre que desde hace mucho tiempo la Argentina es uno de los países más libres del mundo. Si existieran dudas serias sobre el tema, acaba de disiparlas el caso ya célebre del estreno demorado de una pieza teatral, "El cartero", en Santiago del Estero. Como es sabido, el octogenario gobernador Carlos "Tata" Juárez, un cacique derechista chapado a la antigua, quiso prohibirlo por considerar ofensiva para la moral y las buenas costumbres de sus comprovincianos una escena de desnudo, pero luego de una batalla campal entre libertarios encabezados en esta ocasión por el secretario de Cultura y Comunicación de la Nación, Darío Lopérfido, y un puñado de juaristas furiosos, triunfaron los primeros para que, por fin, los santiagueños pudieran ver sin "mutilaciones" la obra del chileno Antonio Skármeta, resultado que, claro está, llenó de satisfacción a todos los comprometidos con la libertad artística. ¿Es que, estimulados por su éxito, éstos seguirán "luchando" a fin de eliminar lo que queda de la censura en nuestro país? No es muy probable. En este ámbito, hasta los más progresistas suelen asumir posturas que son netamente elitistas: se indignan si un gobernador como Juárez trata de censurar una obra de teatro para los presuntamente ilustrados, pero no protestan por la ausencia de películas "para adultos" en la televisión abierta plebeya.
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