Adrede
Relatos en primera persona de la vida cotidiana en Bariloche.
COLUMNA
El hombre de pelo cano, sesenta, torso desnudo, músculos marcados me alienta. “Fuerza, fuerza”, me grita. Nos cruzamos en el kilómetro 4 de Pioneros. Si él tuviera la obligación de describirme, diría: hombre blanco, estatura mediana, cuarentón, panzón, alma sufriente. Ambos somos parte de una troup que se reconoce en la marcha. Trotar, llueve o truene, no tiene relación con la salud sino con la posibilidad de conjurar el placer a través del dolor.
Sin importar por cuantos años se haya entrenado trotar duele. A unos nos duele en el alma, a otros en otros lugares. Pero, al final, todos observamos las mismas simetrías. Atravesado cierto tiempo, el dolor comienza a ceder para dejar paso a una idea totalmente distinta del esfuerzo físico. El cuerpo se oxigena y las piernas, a costa de insistir, dejan de quejarse. Justo allí nos sabemos libres. Del pasado, del futuro para convertirnos en el puro presente de un objeto celestial lanzado al espacio. Perdiendo masa en su fricción contra la atmósfera.
Es difícil explicar el trote. Ponerlo en palabras es tan peligroso como hablar de los recuerdos que te deja una sesión con el psicólogo. Viene a mi mente aquel muy buen libro de Haruki Murakami titulado “De qué hablo cuando hablo de correr”. Una obra donde este prolífico y brillante escritor se desmitifica a sí mismo. También “Diarios en bicicleta” de David Byrne quien, sin mencionarlo, da cuenta de la voluntad que hace falta cuando se quieren recorrer ciudades desconocidas a vuelta de rueda. Pero el tema de las bicicletas es otro. Porque la máquina te deja un margen para observar el panorama. El trote es una especie de tortura complaciente pero ciega. Una vuelta del individuo sobre sí mismo. Cuando el hombre me alentó con su “fuerza” sabía de qué hablaba. La desazón forma parte del trayecto. Ya lo dijo DH Lawrence: “Nunca vi a un animal salvaje sentir lastima por si mismo. Un ave caerá muerto congelado de una rama sin haber sentido nunca autocompasión”.
No se trota para componer el físico (porque adelgazar sería una resultante de la acción y no un propósito) ni para alcanzar una meta (consecuencias del hecho de moverse de un punto al otro) sino para encontrarnos más cerca de la muerte en la misma medida en que vivimos. Es estrujar la humanidad hasta obtener la sabia, el refinado narcótico que unos llaman endorfinas y otros inocencia, o como dicta el tango: “La poesía cruel de no pensar más en mí”.
* candrade@rionegro.com.ar
Claudio Andrade
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