Aguas demasiado profundas
La Cámara Federal le reprocha a Galeano no haber prestado atención a la pista siria. Tiene razón. Pero no es el único.
Los miembros de la Cámara Federal distan de ser los únicos que no se han sentido impresionados por la labor realizada por el juez Juan José Galeano al frente de la investigación de la causa de la AMIA. Su opinión poco halagüeña es compartida por virtualmente todos, por la opinión pública informada, por los grupos que representan a los familiares de las víctimas de aquel atentado sanguinario, por los organismos especializados de países como los Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea. Sin embargo, sería injusto atribuir la lentitud exasperante, los errores procesales, la falta de resultados evidentes y todo lo demás que han caracterizado los seis años que ya ha durado la investigación, a nada más que el accionar de una sola persona que antes de recibir la causa no se había destacado y que, como pudo preverse, desde aquel momento ha obrado de manera nada brillante. Ocurre que era francamente irresponsable creer que un juez común que acaso fuera capaz de manejar con cierta solvencia causas rutinarias estaría en condiciones de resolver los problemas mayúsculos, de ramificaciones internacionales, planteados por el peor atentado antijudío de la posguerra que se haya producido en el mundo entero. Según la Cámara Federal, en el curso de su trabajo «poco fructífero» Galeano debió haber prestado mucha más atención a «la pista siria»: tiene razón, pero parecería que a nadie, ni siquiera a los israelíes, les ha interesado examinarla con el rigor exigido por las circunstancias, tal vez por miedo a que llegaran a las mismas conclusiones que «Río Negro» y que en consecuencia se desatara una gran crisis político-institucional. Sin embargo, no fue sólo al gobierno del presidente Carlos Menem que le pareció legítimo confiar plenamente en las dotes investigativas de un magistrado común respaldado por un pequeño equipo de burócratas judiciales. También pensó así la clase política en su conjunto.
¿De quién, pues, es el fracaso? Sólo hay una respuesta posible: del Estado o, si se quiere, del orden institucional del país. Ante un crimen sin precedentes de esta naturaleza, las autoridades deberían haber formado enseguida una comisión judicial especial, integrada por personas sumamente capaces de prestigio bien merecido, sin vínculos partidarios y no necesariamente jueces federales, que disfrutara de los amplios poderes que le hubieran permitido llevar a cabo una pesquisa competente. Por supuesto, dicha alternativa nunca fue debidamente considerada. En vez de ponerse a la altura de las circunstancias, el gobierno menemista optó por actuar como si la Justicia tal como estaba instituida fuera más que capaz de solucionar el caso, sin que le preocupara en absoluto el hecho de que la Justicia nacional ya se sintiera desbordada por casos de complejidad decididamente inferior, de ahí su desprestigio.
En todo momento ha sido notoria la brecha entre la gravedad de la causa y el desempeño casi hogareño, por decirlo de algún modo, del magistrado investigante. Pero era inevitable que fuera así porque siempre fue absurdo imaginar que alguien como Galeano tendría la experiencia, los conocimientos o la autoridad personal para avanzar mucho en una causa en la que presuntamente se veían involucrados terroristas mediorientales lo bastante feroces como para mantener en jaque a los muy eficaces servicios de seguridad israelíes, carapintadas, terroristas locales desconocidos, delincuentes y, como si todo esto ya no fuera más que suficiente, dictaduras extranjeras. A menos que el juez Galeano sea acusado de haber intentado estorbar la investigación a fin de proteger a los presuntos autores, podría considerársele una «víctima» más. Desde luego, a Galeano le correspondió admitir al recibir la causa que acaso no fuera el hombre indicado para la tarea ingente que le supondría con la seguridad de que otros jueces lo emularían, forzando de este modo a las autoridades a pensar en una alternativa más seria, pero sucede que en nuestro país escasean magistrados que sean conscientes de sus propias limitaciones aun cuando se encuentren en situaciones en las cuales confesarlas no sería un acto de humildad sino de realismo digno.
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