Amigos pasivos
Con cierta frecuencia, los gobernantes de distintos países europeos y americanos dicen que están presionando al FMI para que no demore más la firma de un acuerdo con la Argentina. Es lo que acaba de hacer el presidente francés Jacques Chirac al entrevistarse con el titular del Fondo, Horst Köhler. Por desgracia, sólo se trata de mensajes publicitarios destinados a convencernos de que son nuestros «amigos». Si bien la solidaridad manifestada por Chirac, el español José María Aznar, el italiano Silvio Berlusconi, el estadounidense George W. Bush y diversos mandatarios latinoamericanos resulta conmovedora, deja sin respuesta la pregunta: ¿por qué insisten en que no harán nada mientras no se haya llegado a un acuerdo con el FMI? Después de todo, un país como Francia podría hacer un aporte mayúsculo a nuestra recuperación económica abandonando de una vez y para todas la política de proteccionismo agrícola a ultranza que tanto ha contribuido a empobrecer a los países exportadores de productos alimenticios, pero no existe señal alguna de que Chirac esté por considerar dicha alternativa. Por el contrario, a diferencia de otros líderes de la Unión Europea como el primer ministro británico Tony Blair, el francés se opone con intransigencia a cualquier modificación de la ruinosa política agrícola comunitaria por saber que perjudicaría a los notoriamente belicosos y bien organizados productores subsidiados de su país.
Aunque por motivos diplomáticos a los dirigentes europeos y americanos les gusta hacer pensar que de no ser por la terquedad del FMI, un organismo que todos insinúan creer miope, dogmático e ineficaz, estarían más que dispuestos a ayudarnos, el que hayan dejado transcurrir un año entero sin levantar un dedo significa que confían decididamente más en el punto de vista de Anne Krueger y otros «duros» que en el de sus asesores de imagen, para no hablar de los funcionarios argentinos. Es que si los líderes de los países ricos tomaran en serio sus propias palabras, ya hubieran puesto en marcha un gran operativo de rescate, pero se han negado a hacerlo porque temen que, tal y como ya ha hecho en tantas otras ocasiones, nuestra clase política aprovechara la oportunidad para apropiarse del dinero sin cambiar nada.
He aquí la razón básica por la que la idea de un «Plan Marshall» para la Argentina sigue siendo nada más que una expresión de deseos. El más reciente en plantearlo ha sido el economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo y candidato permanente a ministro de Economía Guillermo Calvo, el que ha señalado que «si realmente se busca hacer una diferencia, hay que pensar en grande», lo que, dice, supondría un paquete de ayuda de por lo menos 25.000 millones de dólares porque sin tanto dinero en juego los políticos no podrían tomar las decisiones necesarias para reactivar la economía. Se trata de una verdad a medias: el motivo por el que los dirigentes se resisten a implementar reformas consiste no sólo en los eventuales «costos sociales», factor que en verdad pesa poco, sino también en la conciencia de que implicarían el desmantelamiento del corrupto sistema clientelista, prebendario y corporativo del cual ellos mismos dependen. Mientras éste sea el caso, ningún programa de ayuda podría brindar resultados adecuados.
En teoría, un «Plan Marshall» tendría sentido porque no cabe duda de que el país aún posee los recursos humanos suficientes como para funcionar a un nivel económico muy superior al actual. Sin embargo, antes de que tal empresa fuera factible, sería necesario que se modificara radicalmente un orden político dominado por personajes reacios a cambiar. Puesto que tantos ciudadanos juran querer que «todos se vayan», podría suponerse que el grueso del electorado coincide con «el mundo», pero a pesar del desprestigio de la clase política no parece nada probable que a raíz de las próximas elecciones surja otra distinta, de suerte que es de prever que seguirá siendo una ilusión el proyecto, a primera vista tan lógico, de un esfuerzo conjunto, emprendido por los países ricos y una nueva conducción nacional, por superar una crisis que, de prolongarse mucho más, podría suponer la virtual eliminación de la posibilidad de que un día la Argentina se convierta en un país desarrollado.
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