Un papa indignado
A diferencia del papa emérito Benedicto XVI, su más cerebral antecesor alemán, Francisco ya se ha erigido en una estrella mediática, festejada por su capacidad para comunicarse con quienes se sienten desanimados por lo que está sucediendo en sus propios países y en el mundo. Parece convencido de que lo que necesita la Iglesia Católica es una dosis fuerte del entusiasmo que caracteriza a los predicadores evangélicos, razón por la que dice querer que haya “lío en las diócesis” y que los católicos jóvenes salgan a la calle para “luchar” contra la corrupción, la indiferencia, la inmovilidad y otros males. Lo mismo que aquellos clérigos que procuraron aprovechar el derrumbe del comunismo afirmándose los abanderados naturales de los pobres, Francisco se ha propuesto desempeñar el papel de líder de los “indignados” que en muchos países, sobre todo en los largamente dominados por el catolicismo pero que en décadas recientes se han secularizado, están protestando contra las consecuencias de una crisis económica, social y política que a su entender los ha privado del futuro holgado que habían previsto. Dice que “si la Iglesia no sale a las calles se convierte en una ONG”, en otra organización no gubernamental comprometida con causas presuntamente buenas pero de influencia limitada. Puede que éste sea el destino que le aguarda a la Iglesia Católica, ya que son cada vez menos los dispuestos a creer ciegamente en sus doctrinas. De todos modos, no cabe duda de que el papa espera que haya más agitación, más cacerolazos multitudinarios, más manifestaciones callejeras como las que ya son rutinarias en Grecia, España e Italia y que durante semanas paralizaron docenas de ciudades brasileñas, y que la Iglesia Católica asuma un rol protagónico en “el lío” apoyando a los participantes, lo que, supone, le permitiría derrotar a los hedonistas, consumistas y libertarios que a su manera representan la modernidad tan temida. Por este motivo Francisco reclama que haya más empleos para los jóvenes y que se preste más atención a los viejos, víctimas, asevera, de “una eutanasia cultural”, de “la exclusión” que atribuye a la tiranía del “dios dinero”. Asimismo, asegura que “la realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar”, lo que sin duda es cierto pero que, en verdad, no ayuda mucho. De tratarse de un político común, el papa sería considerado un populista típico que finge creer que él mismo encarna “la solución” para los problemas de la gente y que por lo tanto le sería suficiente respaldarlo, pero por ser cuestión del sumo pontífice de una institución religiosa de alcance mundial, pocos le piden decirnos lo que exactamente quisiera que hicieran los diversos gobiernos, aparte, es de suponer, de perseguir a los corruptos que siguen enriqueciéndose a costa de los demás. Aprovechar la marejada de descontento que últimamente ha inundado buena parte del planeta es relativamente fácil, pero no lo será satisfacer las expectativas estimuladas por las exhortaciones de personas como Francisco, que hablan como si a su juicio todo dependiera de las intenciones, buenas o malas, de los coyunturalmente poderosos. Por cierto, no hay garantía alguna de que el voluntarismo papal contribuya a atenuar los problemas bien concretos que enfrentan todas las sociedades, incluyendo a las escandinavas que, hasta hace poco, parecieron haber logrado por fin compatibilizar el respeto por la libertad del individuo que es propio de los países democráticos con los intereses del conjunto en un mundo irremediablemente competitivo. Afirmarse resuelto a combatir el consumismo suena bien, pero la falta de empleos adecuadamente remunerados en los países del sur de Europa y otras partes del mundo se debe precisamente a la resistencia a consumir de los favorecidos por el dios dinero que estarían en condiciones de hacerlo. Asimismo, aunque es de suponer que Francisco está en contra de la “política de austeridad” emprendida por los gobiernos de países endeudados, está a favor de la austeridad personal. Huelga decir que, de resultar persuasiva su prédica en tal sentido, la recesión en que están debatiéndose los países más atribulados no tardaría en convertirse en una gran depresión que depauperaría a virtualmente todos, contradicción ésta que según parece no le preocupa en absoluto.
Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.031.695 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Domingo 28 de julio de 2013
A diferencia del papa emérito Benedicto XVI, su más cerebral antecesor alemán, Francisco ya se ha erigido en una estrella mediática, festejada por su capacidad para comunicarse con quienes se sienten desanimados por lo que está sucediendo en sus propios países y en el mundo. Parece convencido de que lo que necesita la Iglesia Católica es una dosis fuerte del entusiasmo que caracteriza a los predicadores evangélicos, razón por la que dice querer que haya “lío en las diócesis” y que los católicos jóvenes salgan a la calle para “luchar” contra la corrupción, la indiferencia, la inmovilidad y otros males. Lo mismo que aquellos clérigos que procuraron aprovechar el derrumbe del comunismo afirmándose los abanderados naturales de los pobres, Francisco se ha propuesto desempeñar el papel de líder de los “indignados” que en muchos países, sobre todo en los largamente dominados por el catolicismo pero que en décadas recientes se han secularizado, están protestando contra las consecuencias de una crisis económica, social y política que a su entender los ha privado del futuro holgado que habían previsto. Dice que “si la Iglesia no sale a las calles se convierte en una ONG”, en otra organización no gubernamental comprometida con causas presuntamente buenas pero de influencia limitada. Puede que éste sea el destino que le aguarda a la Iglesia Católica, ya que son cada vez menos los dispuestos a creer ciegamente en sus doctrinas. De todos modos, no cabe duda de que el papa espera que haya más agitación, más cacerolazos multitudinarios, más manifestaciones callejeras como las que ya son rutinarias en Grecia, España e Italia y que durante semanas paralizaron docenas de ciudades brasileñas, y que la Iglesia Católica asuma un rol protagónico en “el lío” apoyando a los participantes, lo que, supone, le permitiría derrotar a los hedonistas, consumistas y libertarios que a su manera representan la modernidad tan temida. Por este motivo Francisco reclama que haya más empleos para los jóvenes y que se preste más atención a los viejos, víctimas, asevera, de “una eutanasia cultural”, de “la exclusión” que atribuye a la tiranía del “dios dinero”. Asimismo, asegura que “la realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar”, lo que sin duda es cierto pero que, en verdad, no ayuda mucho. De tratarse de un político común, el papa sería considerado un populista típico que finge creer que él mismo encarna “la solución” para los problemas de la gente y que por lo tanto le sería suficiente respaldarlo, pero por ser cuestión del sumo pontífice de una institución religiosa de alcance mundial, pocos le piden decirnos lo que exactamente quisiera que hicieran los diversos gobiernos, aparte, es de suponer, de perseguir a los corruptos que siguen enriqueciéndose a costa de los demás. Aprovechar la marejada de descontento que últimamente ha inundado buena parte del planeta es relativamente fácil, pero no lo será satisfacer las expectativas estimuladas por las exhortaciones de personas como Francisco, que hablan como si a su juicio todo dependiera de las intenciones, buenas o malas, de los coyunturalmente poderosos. Por cierto, no hay garantía alguna de que el voluntarismo papal contribuya a atenuar los problemas bien concretos que enfrentan todas las sociedades, incluyendo a las escandinavas que, hasta hace poco, parecieron haber logrado por fin compatibilizar el respeto por la libertad del individuo que es propio de los países democráticos con los intereses del conjunto en un mundo irremediablemente competitivo. Afirmarse resuelto a combatir el consumismo suena bien, pero la falta de empleos adecuadamente remunerados en los países del sur de Europa y otras partes del mundo se debe precisamente a la resistencia a consumir de los favorecidos por el dios dinero que estarían en condiciones de hacerlo. Asimismo, aunque es de suponer que Francisco está en contra de la “política de austeridad” emprendida por los gobiernos de países endeudados, está a favor de la austeridad personal. Huelga decir que, de resultar persuasiva su prédica en tal sentido, la recesión en que están debatiéndose los países más atribulados no tardaría en convertirse en una gran depresión que depauperaría a virtualmente todos, contradicción ésta que según parece no le preocupa en absoluto.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $2600 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios