Ascenso de Trump: hora de asumir responsabilidades

La pesadilla de la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos ha terminado. O eso creemos.


Desde el asedio al Capitolio el 6 de enero, las autoridades federales y locales han estado luchando para fortalecer a Washington y sus instituciones contra la amenaza de la supremacía blanca y la violencia. Sin embargo, hay una institución nacional que sigue siendo dolorosamente vulnerable: los principales medios de comunicación.


Las infracciones a nuestro cuarto poder se produjeron mucho antes del 6 de enero, por supuesto. Desde el momento en que Trump entró en la contienda electoral de 2016, se le proporcionó oxígeno infinito a su racismo y sus mentiras. Se consideró que algunos supremacistas blancos eran dignos de tener perfiles que describieran sus cortes de cabello y estilo de vestir o se concedió tiempo en la National Public Radio para hablar de la clasificación de la inteligencia de las razas. Las transgresiones continuaron cuando se permitió que exfuncionarios de Trump se beneficiaran de distorsionarle la verdad al pueblo estadounidense por medio de puestos como analistas de televisión, acuerdos editoriales y becas de Harvard.


Nuestros medios de comunicación se apuraron a mostrar todo esto, bajo el amparo del “equilibrio” y el “presentar los dos lados”, como si el racismo y la supremacía blanca fueran ideas teóricas que debatir y no fuerzas que atentan contra la vida a las cuales derrotar. Nunca me hubiera imaginado que diría que la postura de Biden sobre la supremacía blanca es más progresista que la de los medios. Pero esa es la situación.


Desde el principio, muchos periodistas no blancos comprendieron la amenaza de que reconocer y denunciar la supremacía blanca era un asunto de vida o muerte. Y muchos pagaron un precio por ello. Al aire, personas blancas se rieron literalmente en la cara de comentaristas negros por hacer sonar las alarmas. La periodista Jemele Hill fue sancionada por ESPN por haber llamado a Trump supremacista blanco.


Fue necesario el derramamiento de sangre blanca y que los legisladores de élite se sintieran amenazados para que otros sectores entendieran la necesidad de protegerse enérgicamente contra el extremismo. A raíz de la insurrección del Capitolio, que dejó un saldo de cinco muertes, las corporaciones le retiraron el apoyo a los políticos republicanos que apoyaron el asalto. Varios funcionarios del Capitolio renunciaron. Twitter expulsó a Trump de su plataforma, y Apple y Google eliminaron de sus tiendas de aplicaciones a Parler, que se ha convertido cada vez más en un refugio para el extremismo.


Sin embargo, los medios todavía parecen no querer o no poder reformarse a sí mismos. No ha habido grandes esfuerzos como industria para examinar sistemáticamente el papel que desempeñamos en el viaje de Estados Unidos al borde del abismo.


Mimar en los medios de comunicación a quienes atacan a las minorías raciales y religiosas no es “portarse un poco mal”. Es negligencia moral intencionada.



Esta misma semana, The New York Times le dedicó un episodio de un podcast a los “sentimientos” de los partidarios de Trump. Apenas una semana después del ataque al Capitolio, Politico fue criticado por permitirle a Ben Shapiro, una personalidad de la derecha, que escribiera como invitado en su popular boletín Playbook, a pesar de su historial de declaraciones racistas e islamófobas como esta: “A los israelíes les gusta construir. A los árabes les gusta bombardear basura y vivir en cloacas”.


¿Se ha aprendido tan poco? Mimar en los medios de comunicación a quienes atacan a las minorías raciales y religiosas no es “portarse un poco mal”. Es negligencia moral intencionada. Me recuerda que, en este país, personas blancas solían reunirse a ver el linchamiento público de personas negras e incluso hicieron postales de recuerdo de esos eventos. Me recuerda que, en Estados Unidos, el racismo blanco contra las minorías es estimulante en vez de descalificado, porque es lucrativo.


Por eso me preocupa que Estados Unidos vuelva a caer en este lugar. Y es por eso que la presión por tener diversidad en las salas de redacción y cobertura antirracista sigue siendo tan importante. Para muchos de nosotros, el empoderamiento de las voces no blancas en esta industria tan blanca y masculina nunca fue solo por cifras, ascensos u oportunidades individuales. Fue porque sabíamos que los puntos ciegos y la negación de la existencia de las fuerzas oscuras en este país causarían sufrimiento.


Los años de Trump terminaron, pero el cuarto poder no puede caer en un estado de complacencia. Para que Estados Unidos perdure como una democracia multiétnica, es esencial que se le dé poder en los medios a la población negra, latina y otras comunidades marginadas. El antirracismo inquebrantable no es un lujo. Es una necesidad democrática, y es hora de que los medios de comunicación lo entiendan.


*Editora de Global Opinions, The Washington Post


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