Blancos fáciles

La prédica antipolítica de la Iglesia contribuyó a propagar la sensación de fracaso irremediable que pende sobre la Argentina.

Como ya es su costumbre, los voceros de la Iglesia Católica local aprovecharon los oficios religiosos del 25 de mayo para fustigar a la dirigencia política por acumular «privilegios» que a su juicio han hecho daño al país. Puesto que está de moda hablar pestes de «los políticos», acusándolos de exigir «sacrificios incalculables, escondidos en sus burbujas de abundancia, mientras evaden su responsabilidad social y lavan las riquezas que el esfuerzo de todos producen» -para emplear las palabras del clérigo más furioso de la jornada, el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio-, es de suponer que sus diatribas servirán para convencer a algunos de que la Iglesia sigue constituyendo un pilar de rectitud en un mundo que se ha entregado al mal, pero, por tratarse de generalidades no es muy probable que incidan en la conducta de nadie. Aunque la corrupción política es sin duda un problema grave, la etapa actual de la perenne crisis nacional tiene menos que ver con la rapacidad personal de dirigentes determinados, que con la incapacidad manifiesta de muchos de entender lo que está ocurriendo tanto en el país como en el resto del mundo, incapacidad que se debe a su formación en el marco de ideologías que han resultado ser totalmente inapropiadas para los años iniciales del siglo XXI.

Las repetidas intervenciones políticas o, si se prefiere, antipolíticas, de los jefes eclesiásticos, los cuales, luego de habérselas arreglado para encabezar las protestas contra «el modelo económico» han decidido sumarse, haciendo gala de su vehemencia habitual, a la campaña contra el «costo de la política», se han visto facilitadas por un privilegio especial que es limitado a la Iglesia. Arzobispos como Bergoglio pueden decir virtualmente cualquier cosa de «los políticos», tratándolos como delincuentes miserables sólo porque saben que los blancos de sus críticas no se animarán a contestarles con la misma contundencia. Lejos de cuestionar el aporte de la Iglesia al estado actual de la Argentina y otros países en los que cumple un papel clave, preguntándose, entre otras cosas, cuál es la razón por la cual los países más católicos -en contraste con los escandinavos, por ejemplo- suelen caracterizarse por sus altos índices de corrupción y de desigualdad, los políticos se sienten constreñidos a elogiar a quienes los vilipendian por su presunta sinceridad, por su supuesto compromiso con los pobres o por lo «profundo» que será su pensamiento. No es que los políticos sean masoquistas que disfruten de los latigazos que reciben, es que entienden que no les convendría en absoluto exponerse a la ira bien calibrada de los religiosos.

Otra ventaja con la cual cuentan monseñor Bergoglio y otros críticos clericales del desempeño de «los políticos» consiste en que no sienten obligación alguna de entrar en detalles. Aunque podría interpretarse sus planteos en favor de la igualdad como un reclamo de que el gobierno instrumente un nuevo impuestazo aún mayor que los anteriores, los voceros eclesiásticos negarían haber pensado jamás en una idea tan antipática. Como afirman a menudo, no es su función proponer medidas concretas, tarea ésta que corresponde a los políticos serios y que, de más está decirlo, está en la raíz de buena parte de sus dificultades.

A esta altura, nadie puede ignorar que el país se ha hundido en una profunda crisis de confianza y que el clima de pesimismo rayano en la histeria que se ha abatido sobre la sociedad ha paralizado la economía, impidiéndole progresar, y ha aumentado el peligro de que en los meses próximos se intenten aventuras políticas de consecuencias acaso calamitosas. Aunque la prédica antiliberal y, últimamente, antipolítica de la Iglesia Católica puede entenderse a la luz de las tradiciones de la institución y de la voluntad natural de sus dirigentes de intensificar su propia influencia, ha contribuido mucho a propagar la sensación de fracaso irremediable que pende sobre la Argentina como una inmensa nube tóxica, inutilizando los esfuerzos de los muchos que comprenden que a menos que se adapte cuanto antes al mundo tal y como efectivamente es, el drama que estamos viviendo será meramente el preludio de otro que resulte infinitamente peor.


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