Carrera en la neblina


Tras las PASO, Macri se puso a desempeñar el papel del desafiante populista, lo que obligó a su rival Alberto Fernández a asumir el del defensor moderado del orden establecido.


Para los especialistas en monitorear las vicisitudes de la opinión pública, la larguísima competencia electoral que está a punto de culminar ha sido un auténtico desastre. Los resultados de las PASO del 11 de agosto fueron tan distintos de los previstos por casi todos que, a pocos días del final de la campaña, escasean los dispuestos a arriesgarse diciéndonos, con la precisión milimétrica habitual, cuántos votos conseguirán los diversos candidatos.

Si bien parecería que la mayoría sigue convencida de que Alberto Fernández ganará con comodidad el domingo, de ahí los intentos de tantos “panqueques” de congraciarse cuanto antes con el hombre que ya ven vestido de presidente de la República, los impresionados por las multitudes que se congregan para vitorearlo en los actos de campaña creen que Mauricio Macri aún podría forzar un balotaje para triunfar en noviembre por un margen acaso estrecho pero así y todo suficiente.

Tanto los macristas y los que, luego de pensarlo, los prefieren a los peronistas, como los fieles a Cristina sospechan que, instalado en la Casa Rosada, Alberto Fernández podría traicionarlos.

Aunque los encuestadores siguen trabajando, están tan desprestigiados que, a diferencia de lo que sucedió en otros tiempos cuando muchos solían acertar, pocos prestan demasiada atención a sus informes. Con todo, extrañaría que no haya cambiado nada desde las PASO -en otros países es habitual que en las últimas semanas de una campaña el panorama se modifique radicalmente-, pero a pesar de que el electorado local tenga la reputación de ser llamativamente veleidoso, el consenso, por llamarlo así, es que los resultados definitivos se aproximarán a los registrados por la gran encuesta de agosto.

¿Habrá incidido en la actitud de los votantes el entusiasmo desbordante de quienes participan de los mítines macristas? ¿Estaremos frente a un remake de la campaña de Raúl Alfonsín en 1983, cuando los peronistas creían que el triunfo de Ítalo Argentino Luder estaba garantizado? ¿O solo se trata de un fenómeno sin más importancia real que las manifestaciones a veces imponentes organizadas por personajes como el camionero Hugo Moyano? Pronto sabremos las respuestas a tales interrogantes.

Aunque no cabe duda de que el resultado de las PASO asestó a la coalición gobernante un golpe demoledor que la dejó aturdida y que aún amenaza con romperla, también afectó a la oposición que, para disgusto de su líder formal, se vio transformado en un gobierno “virtual”, lo que pronto quedó claro cuando frenó la corrida sufrida por el peso al afirmar sus presuntos voceros que una tasa de cambio de 60 frente al dólar les pareció adecuado.

Una vez recuperado anímicamente del “palazo” que recibió, Macri se puso a desempeñar, con éxito aparente, el papel del desafiante populista a un statu quo insoportable, lo que obligó a su contrincante Alberto Fernández a asumir el del defensor moderado del orden establecido.

Mientras que Macri adquirió la costumbre de hablar frente a concentraciones masivas y fervorosas, Fernández ha tenido que conformarse con charlas entre bambalinas con integrantes vitalicios del “círculo rojo” con el propósito de construir una base de apoyo que sea un tanto más firme que la ofrecida por organizaciones como La Cámpora o por una “liga de gobernadores” inestable que, siempre y cuando triunfara en las elecciones, no vacilaría en pedirle más recursos.

Macri apuesta a que las convulsiones que siguieron a las PASO se debieron por completo al temor al regreso del kirchnerismo, de suerte que si, para asombro de muchos, logra mantenerse en el poder, el estado de la maltrecha economía nacional no tardaría en mejorar, como a juicio de muchos hacía en los días previos al mensaje nada amable que le enviaron los votantes cuando, tanto aquí como en el exterior, se daba por descontado que el oficialismo estaba en condiciones de aferrarse al poder.

Por su parte, Fernández no quiere que la herencia que confía en recibir sea dilapidada por su antecesor antes de que se haya ido pero no le es fácil exigirle obrar con más sensatez negándose a procurar poner dinero en los bolsillos de la gente. Sabe muy bien que su carta más fuerte consiste en que muchos millones de personas esperen que su eventual victoria cambie su propia situación económica, razón por la que le es vedado oponerse con vehemencia al populismo oficialista.

Desde el 11 de agosto, tanto los macristas y los que, luego de pensarlo, los prefieren a los peronistas, como los fieles a Cristina que sospechan que, instalado en la Casa Rosada, Alberto Fernández podría traicionarlos, están esforzándose por hacerse oír. Los primeros se resisten a resignarse a que el país experimente otra etapa de hegemonía K, mientras que quienes ya se han preparado para darle la bienvenida se proponen marcarle la cancha al hombre que fue elegido por la expresidenta para representarla, advirtiéndole que no tolerarían ningún desvío del rumbo que le han trazado.


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