El progreso no beneficia a todos

La tecnología es un arma de doble filo: puede ayudarnos a vivir mejor o a matar con mayor eficacia. Asimismo, mientras que el progreso rapidísimo de las comunicaciones electrónicas en los años últimos nos ha hecho lugareños de aquella “aldea global” prevista más de medio siglo atrás por el canadiense Marshall McLuhan en que todos pueden enterarse en “tiempo real” de los detalles de lo que está sucediendo a miles de kilómetros de su hogar, la tecnología que lo posibilitó está ampliando las diferencias entre los que se sienten cómodos en un mundo muy competitivo y los demás.

La crisis inmigratoria que está provocando angustia en los países desarrollados al enfrentarse los partidarios de una política de puertas abiertas con quienes preferirían mantenerlas bien cerradas es una consecuencia de este fenómeno ambiguo. Decenas, tal vez centenares, de millones de africanos, asiáticos y latinoamericanos quisieran compartir lo que saben está disponible en Europa, Estados Unidos y Australia. Gracias a la televisión y, cada vez más, internet – se estima que la mitad de la población mundial ya tiene acceso a la red– les parecen muy cercanos. Muchos están dispuestos a arriesgar todo en un esfuerzo por trasladarse a partes del mundo que creen conocer muy bien.

A casi todos les aguardan sorpresas ingratas. El mundo desarrollado se hace más exigente por momentos. Quienes saben aprovechar la tecnología están prosperando como nunca antes, pero otros han tenido que resignarse a un nivel de vida muy inferior al esperado. He aquí una razón por la que, como acaban de darse cuenta el grueso de los inmigrantes y sus anfitriones, incluyendo a muchos que hace apenas un par de años se felicitaban por su voluntad de acoger a quienes huían de guerras feroces o de la miseria extrema, los países ricos no están en condiciones de cobijar a multitudes de personas que carecen de las aptitudes y conocimientos que necesitarían para aportar algo útil a la sociedad en que aspiran radicarse.

Los europeos y norteamericanos han invertido muchísimo tiempo y dinero en educación por entender que sería desastroso permitir que sectores importantes de la población quedaran rezagados, pero el grueso de los inmigrantes ilegales se formó en sociedades en que la capacitación para desempeñar un papel digno en una sociedad de tecnología avanzada no figura entre las prioridades del régimen local.

Puesto que todo hace prever que la automatización siga eliminando empleos aptos para los no preparados, los ya perjudicados por lo que está en marcha y los muchos que temen sumarse a sus filas han comenzado a rebelarse contra “las elites” que a su juicio son responsables de privarlos de lo que tomaban por un derecho adquirido, de ahí el triunfo de Donald Trump y el Brexit, además del auge de movimientos antisistema en Europa, movimientos cuyos integrantes se oponen a la inmigración masiva no sólo por xenofobia sino también por entender que, lejos de contribuir al bienestar de la comunidad en que viven, representará una carga adicional a sistemas sociales ya renqueantes.

En países avanzados de Europa como Alemania, Suecia, Dinamarca y Holanda aún no ha encontrado trabajo la mayoría abrumadora de los inmigrantes de África y el Oriente Medio que llegaron atropelladamente luego de que, en agosto de 2015, Angela Merkel los invitó a venir.

Que éste sea el caso no debería motivar sorpresa. Los países subdesarrollados no se destacan por la calidad de los sistemas educativos. Para desconcierto de las autoridades alemanas, la mitad ha resultado ser analfabeta en su propio idioma.

Siempre fue una ilusión suponer que Alemania pronto sacaría provecho de la marejada inmigratoria porque, según los optimistas, entre quienes venían habría muchos médicos, ingenieros, científicos, expertos en informática y otros que servirían para impulsar un nuevo milagro económico, pero durante meses el gobierno y los medios periodísticos más influyentes de Europa se aferraron a la fantasía de que la llegada de millones de extracomunitarios no tardaría en traerle un sinfín de beneficios concretos.

La triste verdad es que los países ricos no necesitan más trabajadores que carecen por completo de calificaciones laborales. Ya tienen demasiados.

Por su parte, quienes enfrentaron peligros mortales para viajar desde países pobres y violentos al mundo opulento soñaron con un futuro un tanto mejor que el de un condenado a cumplir tareas que los europeos mismos despreciarían, o, de no encontrar un empleo, como sería más probable, a depender de los subsidios sociales.

Como es natural, muchos se sienten víctimas de una estafa cruel. Hay excepciones, claro está, pero se trata de una minoría muy reducida.

La triste verdad es que los países ricos no necesitan más trabajadores que carecen por completo de calificaciones laborales. Ya tienen demasiados.

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La triste verdad es que los países ricos no necesitan más trabajadores que carecen por completo de calificaciones laborales. Ya tienen demasiados.

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