Crispación norteamericana

Tel-Fax Redacción Tel-Fax Publicidad

Dentro de dos semanas los norteamericanos votarán en elecciones legislativas en que, según todos los pronósticos, manifestarán la desilusión que sienten por el desempeño tanto del presidente Barack Obama como de los demás dirigentes del Partido Demócrata. Se prevé que el oficialismo pierda el control de la Cámara de Representantes, donde se renuevan todas las bancas, e incluso en el Senado, en que está en juego un tercio, lo que modificaría radicalmente el paisaje político de la superpotencia. Con todo, aunque el Partido Republicano se vea beneficiado por un “tsunami” de votos, el triunfo que conforme a las encuestas de opinión les aguarda se debería menos a la popularidad de sus propios candidatos que a la voluntad al parecer generalizada de castigar a Obama y, más aún, a los legisladores demócratas que tomaron los resultados de las elecciones de noviembre del 2009 por evidencia de que la mayoría quería una serie de reformas drásticas que servirían para transformar Estados Unidos en un país parecido a los de Europa occidental. A juzgar por lo que ha sucedido a partir de entonces, se equivocaron. Mal que les pese a los decididos a domesticar el “capitalismo salvaje” criticado por la elite progresista, millones de norteamericanos se han movilizado para protestar contra medidas destinadas a dar al Estado un papel protagónico. Lo que está reclamando el “Tea Party”, un movimiento habitualmente descalificado como “ultraderechista” por los medios del resto del mundo, es que el gobierno deje de acumular deudas monstruosas en un intento vano de estimular la economía. Con razón o sin ella, los líderes informales del Tea Party insisten en que el poder y la prosperidad de Estados Unidos se deben a que es un país que siempre ha privilegiado la iniciativa privada y que si cayera en la tentación “socialista” no tardaría en depauperarse como, señalan algunos, hizo la Argentina luego de entregarse al populismo estatista. La llegada de Obama, el candidato de “esperanza y cambio”, a la presidencia de Estados Unidos desató una ola de euforia no sólo en su propio país sino también en muchas otras partes del mundo, pero la sensación de que en adelante todo sería distinto duró muy poco. Que éste haya sido el caso no es sorprendente. La novedad históricamente importante de ver a un hombre de tez oscura en la Casa Blanca, lo que a juicio de muchos compatriotas fue una forma contundente de mostrar que ya habían abandonado los viejos prejuicios raciales, en seguida dejó de llamar la atención. Los discursos altisonantes pero en el fondo banales que habían ayudado a Obama en el transcurso de la campaña pronto motivarían más escepticismo que entusiasmo. La designación de personajes de trayectoria dudosa para ocupar cargos clave dio a su administración un toque sectario. Su política exterior, basada en la idea de que por sus orígenes y su compromiso con tesis progresistas le sería fácil congraciarse con individuos truculentos como el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad, sólo sirvió para brindar la impresión de que Estados Unidos se batía en retirada. La guerra “buena” contra los talibán en Afganistán se ha hecho más sanguinaria, y más frustrante, por momentos. Y los esfuerzos por “estimular” la economía imprimiendo cantidades astronómicas de dólares aún no han producido la reactivación prometida, mientras que la tasa de desocupación se mantiene en torno al diez por ciento y más de 40 millones de norteamericanos siguen por debajo de la línea de pobreza. Es comprensible, pues, que muchos hayan llegado a la conclusión de que Obama –un político que antes de erigirse en “el hombre más poderoso del planeta” no contaba con mucha experiencia administrativa– no está a la altura de las expectativas exageradas que tanto él como sus admiradores supieron crear cuando Estados Unidos se precipitaba en una crisis financiera desconcertante y en buena parte del mundo occidental el entonces presidente George W. Bush era considerado el responsable de todos los males habidos y por haber. Sería injusto culpar a Obama de no haber resultado capaz de solucionar los muchos problemas tanto estructurales como coyunturales que enfrenta Estados Unidos, pero parecería que una proporción sustancial del electorado lo cree el responsable principal de sus desgracias.


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