Desaparecidos… esas “cosas”
En otro país hoy sería, quizás, un general retirado que disfruta de sus nietos. Pero nació en la Argentina y asumió un rol histórico: lideró una dictadura que definió sobre vida y muerte de miles. En un reciente libro dio al periodista Ceferino Reato su versión de esa época sangrienta.
Las confesiones de Videla
Carlos torrengo
carlostorrengo@hotmail.com
Es posible –como lo sostiene James Neilson en su libro “El fin de la quimera”– que, de haber nacido en un país con historia menos tempestuosa que la de la Argentina, Jorge Rafael Videla fuera hoy un general gozando de su retiro. Rodeado –decimos nosotros– de hijos y nietos. Y seguramente correría a algún bisnieto que con traviesa pasión le usara la gorra de teniente general. Y quizás tendría un fiel ovejero alemán de compañero en matinales caminatas destinadas a mantener las tabas en forma. Pero Jorge Rafael Videla nació en la Argentina. Y en un momento dado la dialéctica intensa y sangrienta que signa desde muy lejos la historia del país le acreditó el poder de decidir la vida y la muerte de los argentinos. Porque eso fue la dictadura que lideró: omnipotencia, desborde, impunidad. Hoy, a los 86 años, preso de por vida por violar derechos humanos y cuando la muerte lo acecha, el dictador se sienta ante el periodista Ceferino Reato. Del encuentro surge el libro “Disposición final: La confesión de Videla sobre los desaparecidos”, libro sobre el cual se reflexiona en esta edición de “Debates”. Éstas son algunas definiciones.
• Sí, Jorge Rafael Videla tenía ganas de hablar sobre su paso por la historia cruel de la Argentina de los 70. Tiene 86 años, el tiempo se le evapora. Pero no habla para explicarse a la luz del tiempo transcurrido. Y en el marco de esa mudanza, abrirse a la autocrítica. No, nada de eso. Videla se plantó frente al grabador de Ceferino Reato alentado por varias razones. Pero, entre ellas, una estalla en términos de motivo esencial: ratificarse en que fue acertado torturar, asesinar, violar, hacer desaparecer a miles de personas a los fines de poner orden en la Argentina de mediados de los 70. Habla desde una conciencia no perturbada por tanto desprecio por la vida. Desde esta perspectiva, Videla desborda en sinceridad. No es –por caso– el cínico Albert Speer, aquel talentoso arquitecto nazi que llegó a ministro de Armamento y encargado del trabajo forzado de millones de prisioneros en esa industria y que, juzgado en Nüremberg, dijo no saber nada del Holocausto. Y confesó sentirse “avergonzado” por el genocidio sobre el pueblo judío. Nada de ese cinismo en Videla.
• Sin embargo, la lectura del libro de Ceferino Reato demuestra cuánto parecido hay entre la cosmovisión de la vida que tiene Videla y la textura nazi. ¿En qué? En el desprecio por la vida del distinto, del diferente al Yo. Un Yo fundado en desprecio, en segregar, en quitar del espacio al Otro que por dialéctica de la historia representa lo contrario. Porque hay una íntima relación entre la caracterización de “Solución final” con que los nazis identificaron su determinación de hacer desaparecer al pueblo judío y “Disposición final”, identificación que Videla y su dictadura acreditaron a la desaparición de miles de seres. Para Eichmann –basta leer las actas del juicio a que fue sometido en Israel– los judíos eran cosas. Seres restados de toda humanidad, le tocaba a él armar y poner en marcha la ingeniería destinada a asesinarlos. Para Videla y la dictadura los desaparecidos también eran cosas. Se lo confiesa a Ceferino Reato al definir el significado que en el marco de la represión tuvo “Disposición final”: “Son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a disposición final. Ya no tiene vida útil”. Así, el dictador iguala ropa gastada con seres humanos. Cosas. Vía la naturaleza de ese descarte no es aventurado conjeturar que para la dictadura un ser torturado, que hablase o no, llegaba el momento en que “ya no tiene vida útil”. En consecuencia, “Disposición final”: desaparecerlo. Al mar. A la quema. Al pozo…
(Continúa en la página 24)
(Viene de la página 23)
• No hay en el libro ninguna reflexión sobre la claudicación ética que conllevó a sus gestores la aplicación de la “Disposición final”. Como con los nazis, nada de aventura existe al inferir que el sistema represivo que lideró y del cual se enorgullece Videla abrevó incluso en cierto goce. Como impecablemente reflexiona uno de los más rigurosos estudiosos a escala mundial del Holocausto –el psiquiatra argentino José Milmaniene–, a partir de la puesta en marcha de la Solución final –1942– los nazis ponían eventualmente en riesgo el todo de la guerra, antes que ceder algo en la destrucción de los judíos. “Se entiende, pues, que la pasión incoercible por el goce mortífero que generaba la destrucción del Otro se antepuso a cualquier otra índole de razones y finalizó –como no podía ser de otro modo– con la destrucción misma de los asesinos, que cayeron víctimas de su propia pulsión de muerte”. ¿Cómo no creer que Videla es una de esas víctimas? Pulsión de muerte que no es ajena a los propios grupos guerrilleros. Porque su desviación militarista también alimentó cierta pulsión de muerte. Y en esa desviación encontró su cruel suerte.
Sin preguntas
• En relación con todo esto hay una confesión muy sincera que Videla le formula a Reato: él “no preguntaba” por el destino de los desaparecidos. Funda esa ausencia de inquietud con más sinceridad: “Sabía que no iba a tener respuestas si preguntaba. No tenía sentido buscar respuestas donde no las había”. Sí, las había. Pero ¿por qué podía interesarle a Videla cómo actuaban los carniceros y dónde se deshacían de esas cosas que la historia legitima como desaparecidos? El destino –como bien lo señala Ceferino Reato–, el ocultamiento de los cuerpos, era un tema de la burocracia militar. Como en el Holocausto y su más flamante y actualizada bibliografía: Adolf Hitler no se interesó jamás en cómo sus matarifes se deshacían de millones de seres. Lo que le importaba era que se deshicieran de ellos. Lo demás era un problema industrial. Es más, según cuenta Goebbels en un libro sobre tres años de cotidianidad con Hitler, éste se enojó duramente con Himmler por visitar un campo de prisioneros rusos cuyo destino quizá haya sido la muerte. “No se muestre, no hay que hacer nada que pueda llevarlos a creer que son como nosotros”, le dijo el Führer. Es decir, la cosificación del Otro. Deshumanizarlo. Transferirle siempre la idea de que no es nada. Sólo tránsito a la muerte.
• Queda muy claro además en el libro de Ceferino Reato cuán consustancial fue la desaparición de miles de argentinos a la idea de disciplinar el país que motivó el golpe del 76. Porque, aun no siendo motivo de estas reflexiones, la historia despeja lenta pero firmemente el tránsito hacia una realidad: no era necesario el golpe para derrotar a la guerrilla.
Ese argumento pierde valor día a día. La guerrilla estaba camino a su derrota. Aislada políticamente, marchaba a quedar reducida a golpes de mano. Sangrientos. Crueles. Lo que se quiera. Pero ya no era en aquel 76 construcción de poder. Pero el golpe sí era necesario para disciplinar un país bajo parámetros ideológicos que, como mínimo, funcionarían bajo presión de un nuevo orden. Y, siempre en el marco sincero con que se confiesa, Videla lo dice claramente cuando reflexiona sobre el aliento que el golpe recibió del conjunto de los factores de poder que dan forma al sistema. Y, en ese marco, confiesa que el desaparecido desordenaba los nervios del militante, del cuadro político. Espacios que eran ganados –acota Videla– por la incertidumbre. “Siempre se trata de crear incertidumbre”, dice Videla al reflexionar sobre la tarea de inteligencia que requirió la lucha contra la subversión. “Lo peor para este enemigo –acota– era no saber qué pasaba con sus compañeros. ¿Los tomaron prisioneros? ¿Estarán declarando? ¿Se habrán pasado al otro bando?”.
Es decir, descarga de miedo sobre el enemigo. Hasta ahí, bueno, un instrumento para la lucha.
Pero sangre que no les sirvió al país ni a Videla, que hoy paga en cárcel de por vida.
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