Después de la hecatombe

Por James Neilson

Muchas naciones se han visto borradas del mapa por invasiones extranjeras o revueltas internas. Plagas y desastres naturales han acabado con una multitud de pueblos de cuyo tránsito por la historia no quedan huellas. Pero hasta ahora no se ha registrado caso alguno que sea remotamente comparable con el argentino, el de un país poblado de hombres y mujeres civilizados, con recursos materiales más que suficientes, que está desintegrándose ante nuestros ojos como consecuencia de nada más que su propia inepcia política. Conforme a las pautas habituales, la guerra contra el Reino Unido de casi veinte años atrás era un asunto menor que apenas dejó un par de rasguños y lo mismo puede decirse de la «lucha contra la subversión». En cuanto a las plagas y los desastres naturales, su impacto ha sido mínimo. Así y todo, a menos que la ayuda externa llegue pronto, la Argentina podría convertirse en otro Afganistán. En efecto, en amplias zonas del país las condiciones sociales ya son equiparables con las imperantes en el Hindú Kush o en las partes más miserables del Africa subsahariana.

Por desgracia, esta catástrofe sin precedentes es el resultado de un proceso muy largo. Aunque en las semanas últimas el deterioro se ha acelerado, hasta hace muy poco se trataba de una caída lo bastante lenta como para que tanto los directamente afectados como los encargados de gobernar el país hayan podido adaptarse a las nuevas circunstancias sin demasiada dificultad. Por lo tanto, la reacción de los «dirigentes» siempre ha sido a la vez tardía e inadecuada. Acostumbrados a las malas noticias, los argentinos han aprendido a aguantar. En verdad, el grado de estoicismo del cual han hecho gala millones de personas es realmente asombroso, pero dadas las circunstancias lo que en otro contexto sería una cualidad admirable se parece más a un vicio. Al fin y al cabo, es una cosa saber hacer frente a las adversidades con entereza y otra muy distinta resignarse mansamente a la derrota en vez de resistir, sobre todo cuando no existen motivos claros para darse por vencido.

La causa de la hecatombe argentina -y el que a fines del año pasado más de la tercera parte de la población ya estuviera por debajo de la «línea de pobreza», la que aquí supone un ingreso mensual por adulto de 150 pesos, y que la proporción de pobres e indigentes siga aumentando a una velocidad irrefrenable, habla de una hecatombe a gran escala- es netamente política. Quienes habitan la Argentina no han logrado organizarse de tal manera que el conjunto pueda funcionar con la eficacia mínima que exigen los tiempos. Así las cosas, la «solución» tendrá que ser política también, y en vista de las dimensiones de la calamidad que se ha abatido sobre nuestras cabezas los cambios tendrán que ser muy pero muy profundos porque, de lo contrario, la caída continuará haciéndose más vertiginosa por momentos.

Pues bien: ¿procederán las fuerzas renovadoras -si es que aparecen- desde dentro del país o desde afuera? Según la ortodoxia reinante, tendrán que ser internas. Así lo dice la idea misma de la independencia de los distintos estados nacionales que muy pocos discuten. Sin embargo, por ahora cuando menos, no se han visto muchas señales de que esté por conformarse un movimiento renovador serio. Lejos de estar dispuestos a reconocer que ya es hora de romper con una tradición política suicida, virtualmente todos siguen aferrándose a las rutinas de siempre. Los legisladores cuidan sus propios intereses, los jueces fallan para un país que se ha esfumado, los gobernadores provinciales culpan a la Nación y afirman que más ajustes son imposibles aunque saben que tendrán que ajustar como nunca antes, se polemiza sobre los méritos respectivos de la «pesificación» y la «dolarización» como si una constituyera una panacea, los intelectuales progres balbucean en torno de lo malo que es el capitalismo sin manifestar el menor interés por lo que será necesario hacer a fin de atenuar los perjuicios ocasionados por la malhecha versión local, los piqueteros pujan por planes trabajar, o sea, por incorporarse a un orden ya moribundo, caceroleros baten sus sartenes y reparten insultos contra los bancos, los jueces y los políticos. Los hay que fantasean acerca de las posibilidades brindadas por las asambleas barriales. Mientras tanto, los «escraches» se han hecho tan frecuentes como en la Alemania prenazi.

Esta realidad sombría nos obliga a pensar en lo que hasta hace poco parecía impensable: ¿qué pasará si el gobierno de Eduardo Duhalde, jaqueado por su propia «ala política» peronista-radical, tira la toalla, se celebran elecciones en medio de la consternación generalizada pero el gobierno así engendrado, que podría verse encabezado por cualquiera, ya carece por completo de la autoridad precisa para imponerse, ya se lanza a una aventura hiperpopulista de desenlace previsible? Si bien la pesadilla duhaldista de un período de anarquía que desemboque en una guerra civil, la que podría tomar la forma de una suerte de invasión bárbara con centenares de miles de matanceros famélicos saqueando los reductos de la clase media en la Capital Federal y algunos suburbios en territorio bonaerense, pudiera tomarse por un síntoma de la conciencia de Duhalde de la precariedad de su gobierno, esto no significa que sólo sea una fantasía.

Duhalde apuesta a que Estados Unidos y la Unión Europa le enviarán ayuda financiera por miedo a las consecuencias de quedarse con los brazos cruzados, pero los países ricos insisten en que «los argentinos» mismos -es decir, la clase política que provocó el desbarajuste- les digan lo que hay que hacer. Tanto respeto por la soberanía nacional es conmovedora, pero a quienes lo manifiestan les convendría preguntarse: ¿qué ocurrirá si «los argentinos», o sea, dirigentes políticos que están irremediablemente comprometidos con un orden que está cayendo en pedazos, no logran encontrar «la solución» a tiempo? Aunque es factible que el Poder Ejecutivo y el Congreso finalmente lleguen a la conclusión de que les corresponde tomar las medidas apropiadas, a menos que lo hagan pronto el país ya habrá descendido a un infierno de miseria, hambre, violencia e irracionalidad que, es de suponer, obligaría a los poderosos de este mundo a entrometerse, alternativa que el gobierno, en el caso de que todavía hubiera uno, podría reclamar en nombre de la solidaridad internacional.

De resultar necesario pedir a los norteamericanos y europeos que intervengan, aunque sólo fuera como «asesores», ¿qué harían? A menos que se limitaran a mantener la paz, repartir alimentos y hacer frente a una emergencia sanitaria, harían lo que hicieron los gaullistas franceses en las últimas fases de la Segunda Guerra Mundial, nombrando a una cantidad de comisarios regionales cuyo deber consistiría en restablecer la legalidad republicana en sus jurisdicciones respectivas que no necesariamente corresponderían a las provincias actuales y colaborar con los esfuerzos por «normalizar» la actividad económica de acuerdo con las reglas comunes a todos los países desarrollados y semidesarrollados. También crearían una administración pública profesional y una red de seguridad social equiparables con la existente desde hace más de medio siglo en los países avanzados. Asimismo, tendrían que actualizar el sistema legal y organizar nuevos partidos políticos que serían apadrinados por otros parecidos de ultramar, tal como ocurrió en España cuando el franquismo se despedía.

Huelga decir que se trata de la clase de reformas que podrían llevar a cabo los argentinos mismos sin la presencia de ningún representante de las Naciones Unidas, Estados Unidos o la Unión Europea, pero que no se han emprendido todavía a causa de la resistencia terca al cambio del establishment populista. De caer éste en el pozo que él mismo ha cavado, empero, será forzoso optar entre reemplazarlo por otro que sea menos arcaico y permitir que el país se fragmente en una multitud de feudos paupérrimos regidos por fanáticos o por delincuentes. Puesto que es poco probable que el resto del mundo permita que la Argentina explore las posibilidades brindadas por la segunda alternativa, tarde o temprano tratará de facilitar la primera. Sería lógico que lo hiciera sin demora, pero es de suponer que la situación tendrá que agravarse todavía más antes de que sea no meramente posible sino inevitable la ruptura definitiva con la tradición política suicida que la ha arruinado.


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