Duele Venezuela

PABLO ÁNGEL GUTIÉRREZ COLANTUONO (*)

En estos días recibimos las más variada y desgarradora información desde Venezuela. Los distintos medios de comunicación y las redes sociales nos muestran, según la retina del observador y comunicador, una aproximación bien variada de la realidad que hoy allí se vive. Es difícil deconstruir en profundidad reflexiva las noticias e intentar apreciar con el menor margen de error posible los actuales sucesos. Lamentablemente, la violencia que por estos tiempos habita las calles de Venezuela es uno de los sucesos que aparecen nítidos en el medio de este escenario interno convulsionado. Cierto es que se discute mucho sobre los orígenes de dicha violencia, sus promotores y los intereses visibles y ocultos que la sostienen, para luego desde allí intentar unos y otros legitimar o deslegitimar los distintos movimientos ciudadanos. Es en este desconcierto que aportamos algunas reflexiones. El Estado es, en nuestras modernas democracias, quien detenta el monopolio de la fuerza. Debe por ello preservar y promover que las distintas voces ciudadanas sean escuchadas bajo los mayores niveles de libertad posible. Implica también el derecho a manifestarse dentro de los cauces establecidos por el propio orden constitucional democrático. Éste asegura derechos pero también fija las condiciones de su ejercicio. Los derechos se tienen de acuerdo a las leyes que los reglamentan, no son ilimitados. De ello se puede deducir que es el propio gobierno el responsable en el orden interno de conducir los distintos movimientos sociales de protesta y apoyo dentro de los niveles tolerables constitucionalmente. Expresión que reúne en concurrencia a todos los poderes del Estado en búsqueda de tal fin, siendo la Justicia el último eslabón en la cadena de poderes en asegurar la vigencia y el ejercicio de los derechos conforme esas reglas que fijan las leyes. De allí la trascendencia que reviste siempre y en toda ocasión recordar la necesidad de contar con jueces independientes e imparciales, exclusivamente sometidos a las órdenes de la Constitución. Los poderes del Estado son los que poseen el deber de encauzar la protesta, de prevenir conflictos y de actuar en la esfera propia de sus competencias-poderes ante el desborde de los canales constitucionales previstos para el ejercicio de los diversos derechos ciudadanos. El problema es que Venezuela, en parte, hoy parece sentirse inmune a los límites que el propio sistema constitucional brinda, ya que en la cosmovisión de su gobierno todo aquello que implica control representa la medida del interés de los otros, y éstos son los enemigos o los instrumentos del imperio. No quiere ni deja ser ayudada. La alerta de todo ello ha sido, a nuestro criterio, el acto institucional de abandonar su pertenencia al Sistema Interamericano de Derechos Humanos ya hace un tiempo atrás. Al hacerlo, dejó desprotegidos a sus ciudadanos de una mirada internacional protectoria de los derechos de las personas y emitió una clara señal contraria a la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Recordemos que algunos de los temas por los cuales había sido condenada Venezuela por la Corte Interamericana de Derechos Humanos eran aquellos vinculados a la falta de justicia independiente o al reiterado incumplimiento de las sentencias de dicha Corte en el sistema interno venezolano. Decíamos en un anterior comentario que la situación de Venezuela con tal retiro del sistema regional de los derechos humanos –grave en nuestro parecer– podía alivianarse en caso de optarse simultáneamente por someterse a otro sistema de derechos humanos. Nada de esto ha hecho Venezuela, pues su vocación parece no estar justamente centrada en la sujeción a determinados niveles de protección –internacionales o internos– de derechos humanos. Estos verdaderos llamados de atención de las instancias internacionales de derechos humanos, antes que ser objeto de descalificaciones –buscando sus orígenes imperialistas–, deberían generar en la agenda pública interna reflexiones y la consiguiente actividad estatal preventiva de mayores escaladas de conflictividad social interna. El buen gobernante los incorpora como llamados de atención y no como injerencias externas en asuntos internos. Compartimos la necesidad de construir Latinoamérica con mayores niveles de autodeterminación interna y regional. Rechazamos las diversas injerencias en los asuntos internos estatales que directa o indirectamente persiguen agravar la desigualdad social y el aprovechamiento de nuestros recursos estratégicos por determinados sectores indiferentes a un desarrollo sostenido de nuestros pueblos. Sin embargo, creemos que las discusiones debemos darlas en un marco real y no tan sólo formal de nuestras democracias, partiendo de la premisa básica de que los derechos humanos son valores universales. Sobre ellos la comunidad internacional en general debería ya haber adquirido madurez suficiente de forma tal de estar incorporados como parte de la cultura institucional interna de cada Estado. Ésta es una obligación tanto de gobiernos de derechas como de izquierdas, porque en esencia se trata de fomentar a la persona humana como centralidad del sistema político, institucional y jurídico. La comunidad latinoamericana tiene mucho por hacer cooperando en pacificar Venezuela desde las reglas que se fijan en los propios acuerdos multilaterales y bilaterales y, a no dudarlo, en pleno respeto de las decisiones internas democráticas válidas conforme las reglas propias de un Estado constitucional. Duele nuestra Venezuela, porque duele la muerte de nuestra gente latinoamericana. (*) Profesor de Derecho


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