El Estado barrabrava

El gobierno de Javier Milei culminó una semana en la que ratificó su bajo compromiso con la calidad de la gobernanza democrática: justificó la desproporcionada represión a una marcha en reclamo de mejores jubilaciones, promovió acusaciones sin pruebas, difundió información falsa y se negó a dar la necesaria rendición de cuentas por sus acciones.

Era sabido que la marcha del miércoles iba a ser problemática por varias razones.

En primer lugar, porque en las marchas de jubilados en el Congreso ya se venían produciendo incidentes y desde el Gobierno se mantuvo una actitud inflexible, desplegando operativos y medidas cada vez más restrictivas hacia los manifestantes. En segundo lugar, se había incorporado un actor no previsto: las hinchadas de fútbol, con la presencia de barras o militantes políticos, que prometían “proteger a los abuelos” de los excesos policiales. En tercer lugar, en lugar de desescalar desde la autoridad se redobló la apuesta, saturando el espacio de uniformados y directamente impidiendo cualquier concentración frente al Congreso.

Las imágenes y el relato de cronistas independientes que presenciaron los hechos mostraron varias acciones de los uniformados al margen de la ley. Entre ellas el brutal golpe a una jubilada de 80 años que increpaba a un uniformado, el intento de plantar un arma en una plaza, provocaciones desde un móvil policial, la detención de niños, la difusión de un panfleto de dudosa procedencia justificando acciones y sobre todo el disparo de una granada de gas lacrimógeno directamente a la cabeza de un reportero gráfico, que hoy lucha por su vida en gravísimo estado.

Un operativo de seguridad a todas luces mal coordinado, con escasa inteligencia efectiva previa y poca profesionalidad por parte de sus actores, que no sólo no disuadió a los manifestantes agresivos ni esquivó las provocaciones, sino que potenció una escalada de violencia que terminó con heridos y detenidos que poco tenían que ver con los incidentes.

Las acciones posteriores de los funcionarios fueron aún peores. La ministra de Seguridad Patricia Bullrich justificó cada una de las acciones cuestionables de las fuerzas de seguridad. Dijo, por ejemplo, que el fotógrafo Pablo Grillo era “militante kirchnerista” (como si fuera delito) y que estaba detenido, cuando en realidad estaba en terapia intensiva por el proyectil que impactó su cabeza mientras trabajaba. Bullrich anticipó que no habrá ningún sumario a los agentes a pesar de todas las denuncias.

Por su parte, el ministro de Justicia amenazó con un juicio político y denuncia penal a la jueza que liberó a 114 manifestantes, cuando los informes de la policía no fueron capaces de describir las circunstancias ni dar pruebas o indicios del posible delito cometido por cada persona detenida, como marca la ley. Por el hecho más grave, la quema de un patrullero que duró varios minutos, no hay un solo acusado o identificado.

El jefe de Gabinete denunció un intento de golpe de Estado y ratificó la denuncia por “sedición” contra los responsables de la marcha sin ninguna evidencia concreta. Finalmente, el presidente Javier Milei justificó todo lo actuado y volvió a dividir en forma maniquea a la sociedad entre las “los azules y las personas de bien” y los “hijos de puta”, una lógica polarizante donde cualquier opositor o crítico termina en la categoría de enemigo.

En este contexto el problema radica en que, como señala en un reciente artículo el criminólogo Eduardo Muñoz, en el esquema de seguridad actual del oficialismo, el Estado abandona su deber de mantener la paz social y proteger a los ciudadanos y se transforma en un actor más de la confrontación. Una estrategia “que no disuade la violencia, sino que la institucionaliza”. Un Gobierno como barrabrava institucional.

Nuestra Constitución, al mismo tiempo que da el monopolio de la violencia a las fuerzas de seguridad del Estado para mantener el orden, las obliga a ser transparentes y las sujeta a controles e investigación por parte de los otros poderes y de la ciudadanía. Cada intervención es pasible de ser revisada y los abusos deben ser prevenidos, o castigados. Los autores de delitos deben ser juzgados con pruebas, no en base a dudosos informes de inteligencia o prejuicios ideológicos.

De otra manera, sería un nuevo golpe a las ya afectadas instituciones democráticas de nuestro país.


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