Menos tuits, más acciones

Redacción

Por Redacción

El caso de la cocaína adulterada que mató a 24 personas en Buenos Aires expuso con crudeza la magnitud tanto del consumo como de la expansión del narcotráfico en Argentina. Todo ante la pasividad de un Estado sin respuestas, que sólo reacciona para contener la emergencia y una clase política que prefiere intercambiar tuits irónicos y chicanas antes de consensuar y aplicar políticas de Estado ante un problema mayúsculo, tanto de seguridad como de salud pública.

“Hoy se llena de policías y cámaras, pero mañana se van y en unos días todo sigue como antes”, resumió un resignado vecino de Puerta 8, la barriada del partido bonaerense de Hurlingham, epicentro de la intoxicación masiva que obligó al gobierno a declarar la emergencia sanitaria ante la ola de muertes e internaciones por el consumo de cocaína “estirada”. Los desgarradores testimonios de los familiares de intoxicados revelaron hasta qué punto la desatención sobre los “consumos problemáticos” y la subestimación del poder del narcomenudeo, sobre todo en los sectores sociales más vulnerables, es un drama cotidiano para miles de familias, invisibilizado para el grueso de la sociedad y relegado en la agenda política.

Aunque ya en los ‘90 estaba clara la expansión del narcotráfico en el país y las complicidades de la “maldita policía” bonaerense y estamentos judiciales y políticos, los expertos consideran a la década del 2010-2020 como la de consolidación de las redes locales del crimen organizado en el país, asociadas a líneas internacionales. Ante la indiferencia y la ineficacia -cuando no complicidad- del poder político y numerosas agencias de seguridad del Estado y la Justicia, las nuevas redes narcos (donde a diferencia de los ‘80 el poder y la información no se concentran en un único líder sino que se diseminan en pequeñas organizaciones interconectadas, que sobreviven a las detenciones) lograron instalarse y ejercer control territorial, sobre todo en el centro del país.

Rosario es quizás el ejemplo más palpable, con casos resonantes de corrupción policial, política y judicial ligados a la droga. En diez años ha crecido exponencialmente allí la venta de estupefacientes y la violencia, con más de 250 asesinatos en el último año, una tasa de 16,4 homicidios dolosos cada 100.000 habitantes. La provincia de Buenos Aires, cuyo ministro de Seguridad es más afecto a los comentarios altisonantes y a acciones más espectaculares que efectivas, tiene en zonas del conurbano una tasa de 12 homicidios cada 100.000 pobladores. La situación en algunos barrios populares de CABA no es muy diferente.

Donde la pobreza supera el 40% y se debilita el tejido social ante la ausencia del Estado, las redes narcos se fortalecen y son fuente de ingresos, protección social, préstamos, seguridad y expectativas de ascenso “a cambio de pertenecer a ellas, desde la infancia”, como señaló el fiscal general de la ciudad de Buenos Aires, Luis Cevasco. Y cuando no compran complicidad, está el miedo.

Se cree que entre 2010 y 2017 aumentó un 100% el consumo de cocaína en el país, 5 de cada cien argentinos, sólo debajo de EE.UU. y Uruguay en América. Ya no somos “país de tránsito”. Y la pandemia agravó los consumos problemáticos, desde el alcohol y psicofármacos hasta los estupefacientes. Investigadores aseguran que la venta de drogas al menudeo subió un 200% durante el encierro. La problemática abarca a todas las edades y clases sociales, pero golpea con más dureza a los más pobres. Como se reveló esta semana, la ley de Salud Mental y la burocracia en Salud a menudo son un obstáculo para quienes tienen un familiar con adicción severa y necesitan ayuda urgente.

Ante esta cruda realidad, oficialismo y oposición deben abandonar el oportunismo y la mediocridad, dejar el rol de comentaristas y buscar nuevos enfoques para enfrentar las adicciones desde un paradigma de salud pública y combatir el delito complejo, las “rutas del dinero” ilícito y la corrupción, pero sin subestimar el tráfico minorista (que no son los consumidores), fuente de la mayor parte de la violencia y el primer eslabón, clave, de un flagelo que mata.


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