Reformas y legitimidad

La pulsión refundacional ha atrapado a la mayoría de los presidentes argentinos desde el retorno a la democracia. En vez de percibirse a sí mismos como continuidad o reforma de lo anterior, ven sus gestiones como un giro dramático y radical que cambiará “de una vez y para siempre” las causas profundas de los males del país. Javier Milei no es la excepción y tanto su discurso de asunción como el reciente “mega DNU” (Decreto de Necesidad y Urgencia) para desregular la economía que deroga o reforma más de 300 leyes, lo confirman.

El problema para el presidente libertario es que, como señala el sociólogo Marcos Novaro, la desproporción entre las urgencias que debe atender y la ambición de las reformas que quiere realizar es mayúscula respecto de la escasez de recursos políticos e institucionales con los que cuenta. Nunca un presidente argentino asumió con tan poco respaldo legislativo y territorial propio. A su favor está el 56% de votos del balotaje, pero muchos de esos apoyos son condicionales y más en contra del descalabro del gobierno anterior que un aval a todas y cada una de sus propuestas.

Hay un consenso casi unánime entre los constitucionalistas en que el decreto no reúne los requisitos que fija nuestra Carta Magna. Básicamente el Ejecutivo no puede arrogarse la potestad legislativa, salvo circunstancias excepcionales (guerras, catástrofes naturales, colapso humanitario) que impidan al Congreso reunirse o seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución para sancionar leyes.

Es decir, no es como señalan algunos oficialistas que existen dos vías equivalente (las leyes y el DNU) para impulsar medidas legislativas, sino que una es la norma y otra la excepción, bajo circunstancias muy especiales y que deben probarse, que están lejos de darse en este caso: el Congreso no tiene obstáculos para reunirse (de hecho ya se convocó a extraordinarias) y muchas cuestiones claramente no revisten la “urgencia” invocada. Encima, el formato de una sola norma y no múltiples decretos, no deja otra alternativa al Congreso más que validar totalmente la amplia gama de materias legisladas (administrativas, impositivas y laborales) o rechazarla en bloque, aunque muchos aliados consideren positivos varios aspectos.

Algunos analistas consideran que el presidente apuesta a dos factores. El primero es que desde 2006 ningún DNU ha sido volteado por el Congreso, ya que se requiere que ambas cámaras lo rechacen y basta la inacción de una de ellas para dejarlo en vigencia. Por otro lado, si las cosas se ponen mal y hay riesgo cierto de anulación, puede transformarlo en proyectos de ley.

Sería un “pedir todo para obtener algo” y en el camino mostrarse proactivo respecto del cambio y marcar agenda política. El problema es que la ofensa a los adversarios y el ninguneo de los socios no son inocuos: elevan los costos de futuras negociaciones y pueden debilitar su liderazgo al inicio del mandato.

Milei debiera aprender de sus colegas Boric, Petro, Castillo, Bolsonaro o Duque, que los procesos electorales en Sudamérica, lejos de ser “giros a la derecha o izquierda”, muestran que los votantes tienen escasa fidelidad ideológica y exigen soluciones rápidas a sus problemas, con lunas de miel muy cortas para los gobiernos entrantes, estrepitosas caídas de popularidad y frágil gobernabilidad. Como señala el abogado chileno Jorge Sahd, “buscan resultados, no la tierra prometida”.

Es cierto que Milei no es pionero en usar DNUs. Néstor Kirchner (236), Carlos Menem (195), Alberto Fernández (177), Cristina Fernández (78) y Mauricio Macri (71) los dictaron a granel. Pero el ninguneo histórico a la división de poderes no justifica una nueva violación a la Constitución.

Si se pretenden cambios estructurales y de valores en la sociedad, como declama el presidente, éstos no pueden construirse desde la fragilidad de un decreto, que presupone la infalibilidad de quien lo emite y la negación de la deliberación que implica la democracia. Los caminos del Estado de Derecho pueden ser más lentos y engorrosos, pero son necesarios si se quiere que la reforma pretendida tenga legitimidad robusta y perdure en el tiempo.


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Javier Milei
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