El fin del corralón

Si bien nada es cierto en este mundo, la apertura en tres etapas del «corralón» que fue impuesto por el gobierno actual en reemplazo del «corralito» de Domingo Cavallo debería contribuir mucho a reducir los perjuicios que ocasionaron a la mayoría de los ahorristas el colapso hace quince meses de la convertibilidad, el default que festejaron los legisladores y una devaluación descaradamente asimétrica. Irónicamente, el que las medidas que fueron anunciadas por el ministro de Economía Roberto Lavagna hayan parecido aceptables a la mayoría puede atribuirse a la recuperación parcial del valor del peso que él mismo hubiera preferido frenar: de haberse mantenido la tasa de cambio de mediados del año pasado, cuando un peso valía poco más de 25 centavos norteamericanos, el despojo resultante hubiera sido intolerable. Sin embargo, como los analistas financieros han estado señalando, siempre y cuando el peso conserve su valor actual, los que rechazaron los diversos canjes propuestos por los bancos y por el gobierno podrán recuperar el ochenta por ciento del depósito original, perdiendo de este modo un monto inferior al sufrido por muchos tenedores de euros un par de años atrás o, últimamente, por quienes habían apostado al dólar estadounidense. Asimismo, saldrán mejor parados los que decidieron aguantar la tormenta que muchos que eligieron pagar los costos por lo general abultados de un amparo judicial. En cuanto a los ahorristas que por necesidad o por temor a lo que podría suceder en el futuro se dejaron convencer por las ofertas bancarias, su situación dependerá de la evolución de la economía en los próximos años: si se estabiliza, el valor de los bonos que compraron propenderá a aumentar, pero de precipitarse el país en una nueva etapa signada por el caos, no tardarían en convertirse en papel mojado. A pesar de que las perspectivas políticas sigan siendo sumamente nebulosas, los más parecen convencidos de que el gobierno que surja de las elecciones manejará la economía con sensatez, razón por la que se prevé que el peso continúe cotizando a un nivel cercano al actual.

Aunque no cabe duda de que los golpes asestados a los ahorristas por el corralito de Cavallo, seguido por el corralón de Eduardo Duhalde, que les impidieron disponer de su propio dinero en un período de gran incertidumbre tendrán algunas consecuencias a largo plazo, es probable que éstas sean menores de lo que muchos habían vaticinado. No es que existan demasiados motivos para creer que la Argentina esté por salir de su crisis, es que en el resto del mundo escasean los lugares seguros. La volatilidad cambiaria que se da en los mercados internacionales, la pérdida de interés en las posibilidades brindadas por los bancos uruguayos, las estafas fabulosas protagonizadas por gigantescas empresas estadounidenses y europeas, las convulsiones bancarias que según parece están por producirse en el Japón, el desplome de los valores bursátiles en los mercados más importantes del mundo y la nueva guerra en Medio Oriente se han combinado para recordarles a los ahorristas locales que es inútil buscar la seguridad absoluta. Además, como es notorio no sólo en nuestro país sino también en muchos otros, los riesgos corridos por quienes optan por guardar su dinero en casa «bajo el colchón» suelen ser llamativamente más graves que los enfrentados por aquellos que a pesar de todo deciden dejarlo en un banco. Por todos estos motivos, la mayoría, luego de jurar que nunca más cometerá el error de confiar en los bancos locales, parece haberse resignado a hacerlo por considerar que dadas las circunstancias será la solución menos mala. Otro factor consiste en la conciencia cada vez más difundida de que la Argentina no está por encontrar una «salida» novedosa a sus problemas, sino que tendrá que operar conforme a las reglas ya casi universales. Por lo tanto, aquellos políticos populistas que hace poco daban la impresión de estar resueltos a destruir el sistema bancario por creerlo intrínsecamente perverso se han puesto a hablar de forma más moderada, contribuyendo de este modo al inicio de la recuperación de un sector que, les guste o no a los moralistas más vehementes, es absolutamente imprescindible para cualquier economía relativamente moderna.


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