El gran ajuste

No cabe duda de que entre las palabras más odiadas del léxico político local se encuentra «ajuste», vocablo que siempre alude al intento oficial más reciente por mantener bajo control el gasto público para que se aproxime a los recursos disponibles, esfuerzo que hasta hace muy poco solía suponer salarios levemente reducidos y a menudo atrasados, retiros voluntarios y protestas callejeras sumamente virulentas. Pero aunque los estatales han tenido buenos motivos para sentirse irritados toda vez que oyen hablar de «ajuste», su experiencia al respecto no guarda relación alguna con aquélla de los empleados del sector privado. Para éstos, los «ajustes» han sido devastadores, pero no han dado pie a movilizaciones sindicales equiparables con las protagonizadas por los empleados públicos, porque en la parte productiva de la economía la estabilidad laboral tiene poco que ver con los intereses de los «dirigentes». Como cada operador que se precie sabe muy bien, en el corto plazo por lo menos, los «costos políticos» de enfrentarse con cien empleados públicos enojados serán muy superiores a los supuestos por la eliminación de diez mil puestos de trabajo en el sector privado.

Según acaba de informar la consultora Tendencias Económicas, en la primera mitad del año perdieron su trabajo casi 330.000 personas, llevando la tasa de desempleo por encima del veinte por ciento y, es innecesario decirlo, contribuyendo a la caída vertical del consumo, asegurando de este modo que en los meses próximos se achique todavía más un mercado laboral ya jibarizado. Claro, no se trata de una novedad. A partir del «efecto tequila» de comienzos de 1995, el sector privado del cual depende el país se ha visto sometido a una serie al parecer interminable de «ajustes» que han sido incomparablemente más feroces que los que tanto revuelo han provocado entre los empleados públicos. Sin embargo, por estar éstos mejor organizados y más resueltos a defender sus «conquistas», muchos parecen creer que el impacto en el sector público de la larga crisis política y económica ha sido decididamente más severo que sus consecuencias para la parte mayoritaria de la población.

Esta situación sería comprensible si el sector público nacional se destacara por su eficiencia y por sus aportes invalorables al bienestar común, pero por desgracia nadie, con la eventual excepción de ciertos sindicalistas, estaría dispuesto a reivindicar su papel en la vida del país. Por el contrario, mientras el gasto público aumentaba de manera espectacular en el curso de la década de los noventa, fenómeno que andando el tiempo provocaría el estallido de fines del año pasado, los voceros de una gran variedad de grupos manifestaban su viva preocupación por el «repliegue» del Estado que, señalaron, ya no cumplía adecuadamente con sus funciones básicas. No era cuestión de una paradoja sino de la consecuencia lógica de la costumbre clientelista de hacer del sector público irremediablemente politizado un sustituto por un seguro contra la desocupación, con el resultado que en algunas provincias constituye la fuente principal de ingresos de una proporción sorprendente de los habitantes y, en nombre de la equidad democrática, de oponerse a cualquier intento de mejorar su calidad, privilegiando sistemáticamente a los empleados menos remunerados -y prescindibles-, en desmedro de los funcionarios de carrera. En efecto, aunque por lo general militaban en bandos ideológicos muy distintos, tenían razón tanto los preocupados por el gasto público descontrolado como los que lamentaban el repliegue de un Estado a un tiempo demasiado costoso y escandalosamente ineficiente.

Lo mismo que en muchos otros países, en el nuestro siguen celebrándose las polémicas entre los privatizadores a ultranza y quienes se dicen convencidos de que el Estado debería cumplir un papel fundamental. Aunque estos últimos parecen haber triunfado en el plano teórico, el Estado que han tenido en mente no ha sido el argentino sino el francés o el sueco que, por supuesto, son llamativamente más eficaces que la versión criolla, la que, por resistirse al cambio durante más de medio siglo, ha terminado asfixiando al sector privado del cual depende, de ahí el colapso económico y la destrucción de centenares de miles de empleos en un lapso terriblemente breve.


No cabe duda de que entre las palabras más odiadas del léxico político local se encuentra "ajuste", vocablo que siempre alude al intento oficial más reciente por mantener bajo control el gasto público para que se aproxime a los recursos disponibles, esfuerzo que hasta hace muy poco solía suponer salarios levemente reducidos y a menudo atrasados, retiros voluntarios y protestas callejeras sumamente virulentas. Pero aunque los estatales han tenido buenos motivos para sentirse irritados toda vez que oyen hablar de "ajuste", su experiencia al respecto no guarda relación alguna con aquélla de los empleados del sector privado. Para éstos, los "ajustes" han sido devastadores, pero no han dado pie a movilizaciones sindicales equiparables con las protagonizadas por los empleados públicos, porque en la parte productiva de la economía la estabilidad laboral tiene poco que ver con los intereses de los "dirigentes". Como cada operador que se precie sabe muy bien, en el corto plazo por lo menos, los "costos políticos" de enfrentarse con cien empleados públicos enojados serán muy superiores a los supuestos por la eliminación de diez mil puestos de trabajo en el sector privado.

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