El imperio del quechua y del oro
La enorme distancia temporal existente entre los casi cinco siglos que duró el Imperio incaico y su derrumbe en sólo dos años debería ser motivo de un profundo estudio multidisciplinario que por su carácter excede la intención y el espacio de esta nota.
COLUMNISTAS
El Imperio incaico desapareció en medio de una confrontación de culturas donde la parte indígena no fue la más débil y, sin embargo, fue la que sucumbió rápidamente.
180 hombres y 30 caballos integraban la expedición invasora española, que era más un grupo de aventureros que una fuerza militar. El objetivo era apoderarse de un imperio que tenía cinco mil kilómetros extendidos sobre el macizo andino y en paralelo con el océano Pacífico. Y su rey se movía habitualmente con un ejército de 20.000 soldados profesionales, fuerza que en circunstancias especiales podía aumentar hasta triplicarse.
Borges definió la historia como una sucesión de casualidades, propuesta que tiene los componentes irónicos y provocativos que solían tener los dichos de nuestro escritor pero que nos resulta útil para comprender el ascenso y, sobre todo, la caída de la más formidable estructura política, militar y económica del mundo andino prehispánico.
El historiador peruano Luis E. Valcárcel define como el «imperio del quechua» al reino que dirigían los emperadores incaicos. El idioma del Cusco se transformó, a medida que la férula de su ejército ampliaba las fronteras del imperio, en la lengua franca que se habló desde el lado norte de río Maule, en Chile, hasta la ciudad de Pasto, en Colombia.
Al caer el imperio se produjo, con este idioma, una suerte de efecto «latín», lenguaje del Imperio romano que, al desaparecer la estructura político-militar que lo difundió, se fragmentó y formó la base de los idiomas latinos.
La conquista incaica implantó el quechua en el noroeste argentino prehispánico y lo mismo ocurrió en Santiago del Estero con el quechua (quichua) santiagueño, transformado en dialecto del quechua original.
Permítaseme agregar otra definición, que no pretende en absoluto competir con lo descripto por Valcárcel; es más, la complementa. Por sus características, el incario es también, el imperio del oro. La acumulación durante más de cuatro siglos del oro que robaron a los reinos que conquistaron, más las gabelas y contribuciones forzosas que los reyes incas imponían a las tribus sometidas, dentro de las cuales el oro era el principal componente, transformaron al Cusco en un inmenso reservorio áureo.
Pero volvamos a las casualidades borgeanas. Francisco Pizarro invadió (1532) el Imperio incaico por la frontera marítima norte y lo encontró en guerra civil como consecuencia del enfrentamiento entre los hermanos Huáscar y Atahualpa por la herencia imperial dejada por el padre Huayna Cápac (joven rico, en quechua) XII Inca.
En realidad, el incario se encontraba escindido y enfrentado. En el sur mandaba Huáscar y en el norte, Atahualpa.
Primera casualidad. Si Pizarro hubiera iniciado su conquista diez u once años antes, período pequeño para la época, hubiera encontrado un imperio en el cénit de su gloria y gobernado por la dura mano de Huayna Cápac -quien murió unos nueve años antes de la invasión española- padre de los hermanos en discordia. Ante esta alternativa, la campaña de Pizarro no hubiera sido un paseo, como prácticamente lo fue.
Segunda casualidad. Al ingresar por el norte, los conquistadores españoles obtuvieron el apoyo de las tribus sometidas por el Cusco.
Los coranquis y los coyambis eran etnias de la zona de Quito que, cansadas de la opresión incaica, se rebelaron. Huayna Cápac acudió a reprimirlas con su ejército. La lucha fue durísima. El emperador casi perdió la vida, pero el castigo fue feroz: veinte mil rebeldes fueron muertos en la lucha.
Pocos años más tarde otra tribu septentrional del imperio, la huancavilca, abrumada por los pesados tributos que le imponía el Cusco, se sublevó y fue duramente reprimida por Atahualpa, hijo de Huayna Cápac.
Los coranquis, los coyambis y los huancavilcas, al enterarse de que Pizarro se dirigía a Cajamarca -la capital circunstancial y nórdica del imperio- para atacar a Atahualpa, apoyaron al jefe español con un importante contingente de guerreros indígenas.
Si Pizarro hubiera ingresado por el sur, donde Huáscar era apreciado como el Inca legítimo, la conducta indígena para con los españoles hubiera sido distinta.
Tercera casualidad. Pachacutec, IX Inca, jamás hubiera pensado que su reforma religiosa iba a contribuir decididamente a la caída de su imperio. El rey incaico cambió a Inti (sol), la deidad mayor tradicional, por Viracocha, «el hacedor de todas las cosas», que «recibía como sacrificio dos criaturas muy hermosas y escogidas, sin mancha ni lunar, que eran vestidas con lindos trajes; las degollaban». (Ver Momias de Llullaillaco, en Salta)
En el altar mayor de Coricancha (recinto de oro, en quechua) el templo mayor del Cusco, Viracocha estaba representado por un óvalo pero en su propio templo, en Cacha, (ciudad al sur de la capital del imperio) el nuevo dios tenía el aspecto de un ser humano blanco, con barba y vestimenta talar -que llegaba hasta los talones-.
El templo de Cacha era el adoratorio exclusivo de la realeza y sólo el emperador y su familia concurrían a él. Es decir que el Inca era la única autoridad que conocía el aspecto humano de Viracocha.
Cuando los espías que Atahualpa había infiltrado en el conjunto de guerreros indígenas que acompañaban a Pizarro comunicaron al emperador que entre los españoles había unos (posiblemente, dos o tres) seres blancos, barbados y con vestimenta talar, el jefe incaico se estremeció. Los curas que acompañaban a Pizarro tenían el mismo aspecto que el dios Viracocha.
Esta revelación confundió y paralizó a Atahualpa, quien se abstuvo de atacar a los invasores.
Una mínima fracción del aguerrido y profesional ejército incaico hubiera bastado para destrozar a los españoles.
Una codicia equivocada. Cuando Pizarro llegó a Cajamarca, secuestró y extorsionó a Atahualpa. Para liberarlo, el conquistador español exigió como rescate una habitación llena de oro y dos de plata. Los principales cronistas de Indias sostienen, con ciertas diferencias, que el tesoro acumulado en el Cusco era cuatro a cinco veces mayor que el rescate pagado por el jefe incaico a los españoles.
Una prueba práctica de esta diferencia la dio Huáscar que, al perder la guerra civil, fue detenido por capitanes de Atahualpa. Al ser llevado ante su hermano, se cruzó en el camino con unos oficiales españoles a quienes ofreció un tesoro tres veces mayor al exigido por Pizarro para que lo liberaran de los carceleros del triunfador de la guerra civil. Ante este hecho Atahualpa pensó que Huáscar iba a aliarse con los españoles e hizo matar con crueldad a su hermano y a toda su familia.
Si Pizarro hubiera conocido la verdadera magnitud del tesoro incaico, el rescate que exigió para liberar a Atahualpa hubiera sido mayor.
La forma en que se derrumbó el Imperio incaico muestra la acertada visión de la historia que tenía Borges. Y lo lejanos, eurocéntricos y dogmáticos que parecen los historicismos de Hegel y Marx.
(*) Exdirectivo de la industria editorial argentina
HÉCTOR LANDOLFI (*)
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