El «Lugones» de César Aira: «El más grande escritor argentino sin ser un escritor»

El prolífico escritor bonaerense el misterioso narrador traslada al lector desde una vigilia disparatada con la llegada del "más grande escritor argentino", Leopoldo Lugones, a la isla que elige para suicidarse hasta un mundo surrealista.

En la novela «Lugones», la número ciento seis del escritor César Aira, el misterioso narrador traslada al lector desde una vigilia disparatada con la llegada del «más grande escritor argentino», Leopoldo Lugones, a la isla que elige para suicidarse hasta un mundo surrealista, sobre todo onírico, donde el absurdo lo provoca el verdadero goce del «disparo de la realidad: la ficción».

La novela publicada por Blatt & Ríos comienza con Lugones llegando en lancha a la isla y en el mismo muelle del desembarco, mientras hace una maniobra para sacar el reloj, se le cae un revólver que lleva en el bolsillo y se escapa un disparo que hiere a la viuda Luisa González, dueña del recreo. El protagonista niega su identidad y dice ser un prestigioso cirujano de Buenos Aires.

Lo disparatado de la historia transcurre porque un conjunto de personajes divididos en grupos coincide en el recreo «El Tropezón» (en la isla de Tigre) donde las crónicas periodísticas y biográficas del 18 de febrero de 1838 ubican el suicidio del escritor. El arma de fuego (que le desaparece al autor de la habitación mientras está en el baño) y el veneno son dos elementos que juegan en la tensión y la duplicación de los espacios durante el relato.

Los grupos de huéspedes están divididos en seis: la familia de Arnaldo Goicochet y su esposa Montina con sus «hijas quinceañeras Dolores y Sabina»; el matrimonio del Ingeniero Matienzo y Dora Ludi con sus siete hijos; dos viejas solteronas: Ilse y Mija; los «prófugos» Leocadio Buenaventura y Elizabeth Roca (exesposa del ministro Del Castillo), que esperan esa tarde encontrarse con Clarita, la hija de ella; «los cajetillas» Patricio Peña y Miguelito Insaurralde que comparten la habitación con la polaca Rosita Landowski (ingresada clandestinamente al hotel por el botones Carlitos).

Allí también está Lugones, el «decimoctavo pasajero» a la hora del té anunciado por la dueña del hotel como «el más grande escritor de nuestra patria, gloria de las letras americanas, poeta, helenista, pensador de la nacionalidad, historiador y eximio esgrimista».

El grupo variopinto de visitantes se completa con los «vulgares» lugareños: Marisol (la hija de la dueña y amante del botones Carlitos), un contradictorio guardaparque que es leñador al mismo tiempo, llamado don Lucho, junto a Elvira -una criada de 31 años-, la cocinera vasca, el inteligente e ilustrado contador o administrador Pedro o Alberto o Roberto Gálmez -que cambia su cargo y su nombre según transcurre la novela- y el yacaré Roberto, un animal parlanchín.

Es importante identificar a los personajes por grupos, porque durante la trama sufren distintos tipos de transformaciones que los convierte, en el pliego entre la realidad y lo sobrenatural, en otros personajes. Así como Gálmez pasa por distintos nombres, otros pasajeros en realidad están disfrazados (uno, por ejemplo, de Horacio Quiroga), la cocinera vasca pasa a ser catalana o vasco-catalana. Además, uno de los grupos se transforma en aves, los fantasmas en seres vivientes, la viuda deja de serlo, los mitos se convierten en realidad (y viceversa), el yacaré Roberto deja de ser una barra de tinta sólida de un pintor japonés para ser el interlocutor ideal del escritor argentino, quien lo traslada en el bolsillo del saco. Por su parte, don Lucho tendrá varias transformaciones (como un actor de teatro que interpreta en una misma obra a varios personajes).

El narrador es fundamental en el relato, ya que va sembrando pistas como en un policial, para que el lector (a quien en varias ocasiones les hace guiños y le envía mensajes) se convierta en un detective de su existencia. La primera persona omnisapiente, un «yo» que puede entrar en los pensamientos y se desplaza por los distintos lugares es inquietante. Frases como la pertenencia a «nuestra isla», «esto me lo contó después» y «no sabían que yo las estaba siguiendo» justifican de alguna forma que la novela tenga un solo párrafo, sin un punto aparte. La resolución del enigma puede tener reminiscencias de algún cuento clásico de Edgard Allan Poe.

El clima de extrañeza en una isla tiene sus antecedentes en la literatura argentina en «La invención de Morel» de Adolfo Bioy Casares, que, a su vez, tiene como una referencia privilegiada a «La Isla del doctor Moreau» de H. G. Wells. En ambos casos -en la novela argentina con la máquina que crea hologramas y en la del británico, el doctor que en su laboratorio hace híbridos de animales y humanos- lo fantástico se resuelve con una explicación por lo científico. Sin embargo en «Lugones» el misterio de la isla solo se explica por la maquinaria airana que funciona y reproduce lo fabuloso, lo absurdo y las distintas formas de transformaciones de los personajes.

«Lugones» también responde a una genealogía dentro de las obras de su autor. Las mismas estrategias narrativas con escritores de referentes reales o ficticios, aparecen en algunas de sus novelas, las tres más significativas son: «El congreso de Literatura» con Carlos Fuentes como personaje a quien quieren clonar; «Varamo» un joven escritor de Panamá quien escucha voces y a partir de recibir un billete falso escribirá el poema nacional y «Los misterios de Rosario», cuyo protagonista, Alberto Giordano, es un profesor de literatura que va a dictar un seminario en una ciudad apocalíptica, rodeado de personajes insólitos y surrealistas. Junto a «Lugones» se pueden percibir como una veta dentro de la obra de Aira que construye (simplificando) una estética entre personajes de la literatura, lo inverosímil, lo surrealista y el humor.

Tres momentos claves del humor (y de la novela en general) son los diálogos de los personajes a la hora del té, el de la cena y la conversación existencial-literaria entre el yacaré y Lugones, donde el autor le confiesa que «tan perversa es la literatura, fíjate un poco, que se puede ser el más grande escritor argentino y no ser un escritor».

Si bien el motivo real del suicidio del autor de «Cuentos fatales» fue una historia de amor con una mujer joven, la poeta María Luisa Domínguez, a cuya relación se opuso su autoritario hijo, en la novela no hay lugar para el amor. Las mujeres en «Lugones» son seres deseantes y salvajes para el sexo, carentes de erotismo, que se le insinúan torpemente al protagonista a quienes rechaza una y otra vez. Incluso en la pareja adolescente que aparecen teniendo sexo en distintas partes de la isla, Carlitos y Marisol, no hay muestras de un romance: por el contrario es el instinto sexual lo que predomina la relación, que, por otra parte, desde un comienzo se sospecha incestuosa.

Si hubiese que creer en la fecha (nunca hay que creer nada a un escritor, menos en Aira, quien hace del borroso límite de la realidad y la ficción un arte) la novela se terminó de escribir hace treinta años, en 1990. No hay un solo argumento para no haberla publicado antes, no es una obra menor del autor ni tampoco una novela fuera de su propuesta literaria. La maestría en la descripción de los paisajes y de los hechos, el perfecto tejido de la trama de una sola tarde en la isla, la historia contrafáctica del último día del «Poeta Nacional» puesta en diálogo con los sucesos del relato ficticio generan el placer de la lectura. Si fuese necesario hacerlo, sería una novela difícil de etiquetar, porque para vanguardia ya llevamos un siglo de atraso. Aira, nacido en Coronel Pringles en 1949, considera estos libros como «cuentos de hadas dadaístas». No hay que creerles nada, solo hay que disfrutar de su buena escritura.


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