El ocaso de las obras

Lo mismo que la democracia, la desregulación de las obras sociales requerirá un aprendizaje muy largo.

Al firmar el decreto que desreguló las obras sociales, obligando de este modo a los sindicatos a competir con las empresas privadas, el presidente Fernando de la Rúa asestó un golpe poderosísimo contra una corporación que, a pesar de los reveses que ha experimentado en el transcurso de los años últimos, ha logrado defender una parte muy significante de sus intereses. Como es notorio, las obras gremiales han servido no sólo para asegurar a los afiliados de ciertos sindicatos una cobertura médica adecuada, sino también para que los jefes pudieran manejar a su antojo grandes sumas de dinero, brindando a los corruptos oportunidades irresistibles para enriquecerse, además de financiar sus propias actividades políticas. Así, pues, aunque el nuevo régimen ha sido criticado por voceros de las prepagas que, claro está, no se sienten nada conformes con las condiciones fijadas por el gobierno al redactar el “Programa Médico Obligatorio” para que participen de un mercado por ahora poco atractivo, no cabe duda alguna de que constituye un avance sobre el esquema hasta ahora vigente según el cual los sindicalistas han podido impedir que los trabajadores en relación de dependencia dejaran de aportar a sus obras, si bien ya se les había autorizado a elegir entre las distintas ofertas gremiales, privilegio éste que benefició mucho a los dirigentes más astutos.

Con este decreto el gobierno espera alcanzar dos objetivos: por un lado, supone que la liberalización servirá para mejorar la atención médica recibida por personas de recursos económicos relativamente limitados; por el otro, estima que al privar a los sindicalistas de una fuente de dinero casi inagotable, debilitará una corporación cuya contribución al atraso del país ha sido muy significante. Aunque la Alianza sigue siendo reacia a desmantelar por completo la legislación que en base a la personería jurídica ha permitido a la “rama sindical” del movimiento peronista conservar su virtual monopolio sobre el gremialismo nacional, es probable que andando el tiempo se produzcan más decretos “desreguladores” encaminados a potenciar a los trabajadores, en desmedro de individuos que según todas las encuestas de opinión son despreciados por quienes en teoría los consideran sus “dirigentes”. Desde luego que la CGT se opondría con virulencia a cualquier reforma que amenace su “unidad” ya no tan “monolítica”, pero en el mundo actual parece cada vez más anacrónica la legislación corporativa, de inspiración fascista, que la afianza.

Para muchos, el que a partir del 1º de enero los sindicatos no podrán seguir contando con una “caja” de casi cinco mil millones de pesos anuales es de por sí una razón suficiente como para justificar plenamente el decreto desregulador, y por estar por los suelos el prestigio de los gremialistas muchos compartirán este punto de vista. Si bien es obviamente imposible calcular la cantidad de dinero que sindicalistas corruptos se las han ingeniado para robar a través de los años, la mayoría da por sentado que se trata de un monto realmente enorme. Con todo, aunque han sido flagrantes los defectos del sistema ya tradicional que fue “conquistado” por los sindicalistas hace más de medio siglo, esto no quiere decir que el esquema desregulado estará libre de problemas. Como los sindicalistas no han dejado de señalar, es de prever que las obras más modestas, obligadas a competir no sólo con las obras sociales de otros sindicatos sino también contra las empresas de medicina prepaga, se resistirán a prestar servicios antes rutinarios, lo cual, huelga decirlo, perjudicará a muchos afiliados. Asimismo, por ser tan reducidos los salarios de una proporción muy grande de los empleados, sorprendería que las empresas privadas se esforzaran demasiado por ofrecerles más que la atención mínima imprescindible, a pesar de que el “programa médico obligatorio” prevé una variedad de terapias que distan de ser baratas. En este ámbito, como en tantos otros, la irrupción de empresas privadas en un sector antes reservado para sindicalistas de mentalidad burocrática no constituirá una panacea. Por desgracia, lo mismo que la democracia, el capitalismo, sobre todo cuando es cuestión de brindar servicios que en muchos países modernos suelen depender del Estado, requiere un aprendizaje muy largo.


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