El poder enceguece
ALEARDO f. laría
Parafraseando la famosa frase de Lord Acton –“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”–, podemos también afirmar que el poder enceguece y el poder absoluto enceguece absolutamente. Son innumerables los ejemplos que brinda la historia del modo en que gobiernos extremadamente personalistas cometieron errores garrafales por simple ceguera de sus líderes. Es el riesgo implícito en toda forma de gobierno donde la voluntad personal de un individuo determina el curso de la historia. Los gobiernos totalitarios del siglo pasado ofrecen conocidos casos de decisiones absurdas que se adoptaron simplemente porque la extrema concentración del poder, en líderes obcecados y cerrados a toda crítica, las hizo material altamente inflamable. Un ejemplo notorio, que ha sido expuesto en novelas y películas, es el de Adolf Hitler. Cuenta Paul Johnson (“Tiempos modernos”) que a Hitler le desagradaban las reuniones de gabinete, porque eran un procedimiento ordenado para la adopción de decisiones. Todas las medidas importantes eran adoptadas personalmente por Hitler en el curso de reuniones bilaterales con ministros u otros dirigentes. Las órdenes siempre eran orales y no quedaban registradas. En “El mito de Hitler”, el historiador Ian Kershaw relata “el efecto que sobre el propio Hitler producía la constante adulación y el servilismo que le rodeaba y que lo hacía impermeable a la crítica racional o a un veraz debate, y que reforzaba su creciente alejamiento de la realidad”. La “ilimitada y casi religiosa” veneración que le prodigaban sus subalternos era tal que fortaleció en Hitler la creencia de que contaba con la protección de la Divina Providencia. Acostumbrado a hablar pero no a escuchar, era imposible contradecir a un líder “que inmediatamente se volvía agresivo si los hechos no se ajustaban a su concepción”. La decisión de invadir Rusia fue la más perjudicial para su carrera y la que terminó arrastrando al régimen a la derrota militar y a su fracaso. Sólo Hitler y nadie más dispuso librar la guerra contra Rusia, una decisión que canceló, postergó y luego recuperó para iniciarla en el momento que él mismo eligió. Señala Johnson que el historiador no puede menos que asombrarse ante el papel esencial que jugó la voluntad individual de un hombre en estas situaciones, algo que se muestra contrario a cualquier determinismo histórico y revela el poder del autócrata individual cuando no se siente limitado por consideraciones morales y las instituciones se muestran débiles para contenerlo. El progresivo aislamiento llevó a Hitler, en los tiempos finales, a un encierro en su búnker de Berlín, donde se dedicaba a estudiar mapas desactualizados y a impartir órdenes dirigidas a batallones imaginarios. La película “La caída” (2004), dirigida por Oliver Hirschbiegel y cuyo intérprete principal es el actor Bruno Ganz, consigue una recreación dramática e impresionante de aquellos momentos. Otro caso histórico similar se registra con Stalin, contrafigura ideológica de Hitler pero dotado de una personalidad cortada por la misma tijera. Cuando el 22 de junio de 1941 le llegaron las noticias de que los alemanes habían iniciado el ataque aéreo rompiendo el Tratado de no agresión entre el Tercer Reich y la URSS –conocido coloquialmente como el Pacto Ribbentrop-Molotov por el nombre de los ministros de Relaciones Exteriores que lo suscribieron– Stalin no podía dar crédito a las informaciones que recibía. Si bien había sido advertido de la inminencia de un ataque nazi, se negó a escuchar las advertencias de su propia gente y se enfurecía si alguien insistía en esos consejos. De acuerdo con el relato de Nikita Jruschov, Stalin quedó sumido en la histeria y la desesperación y sólo once días más tarde pudo recuperar el autocontrol para dirigir la respuesta a la invasión alemana. No hace falta buscar más ejemplos en la historia cuando en América Latina los tenemos demasiado cercanos. Los sistemas personalistas de decisión no sólo representan un elevado riesgo para el pleno ejercicio de las libertades democráticas sino que son muy perjudiciales para el correcto desempeño de la gestión pública. En un mundo signado por la complejidad, los gobiernos requieren la presencia de especialistas que pueden dar amplia respuesta a la variedad de problemas que se enfrentan. El verdadero liderazgo se manifiesta en la capacidad de compartir el poder, ganando la confianza del equipo y permitiendo que cada uno de los participantes conserve cierta esfera de iniciativa y responsabilidad. Las decisiones adoptadas en el marco de sesiones colectivas, como las que practican todas las democracias modernas que efectúan reuniones habituales de gabinete, permiten filtrar y cribar las decisiones, una metodología que, si bien no siempre evita el error, consigue prever y corregir a tiempo algunos resultados. Justamente, una de las mayores críticas que recibe el sistema presidencialista es que permite una elevada concentración del poder y favorece cierto culto a la personalidad de aquellas personas que habiendo sido elegidas en comicios populares, con elevado porcentaje de votos, se considera que están por encima de las instituciones. José Nun, el exsecretario de Cultura de Néstor Kirchner, acaba de alertar sobre el riesgo de que nuestra débil democracia se transforme en una suerte de “despotismo electoral”.
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