El progresismo reaccionario

JAMES NEILSON

Conforme a las pautas europeas actuales, el PRO de Mauricio Macri es un partido moderado, centrista; si descuella por algo es por su pragmatismo. Pero conforme a las pautas imperantes en buena parte del mundillo político argentino, es tan insólitamente derechista que a ninguna persona decente se le ocurriría pensar en la posibilidad de considerarlo un partido normal. Es por este motivo que ha desatado tantas polémicas airadas la sugerencia de Elisa Carrió de que el PRO podría incorporarse, aunque sólo fuera coyunturalmente, a la alianza progre Unen que está ensamblando. En una encarnación anterior, la chaqueña coincidía en que Macri se ubicaba tan a la derecha que hombres y mujeres de buena voluntad, como ella, deberían tratarlo como un paria. Para indignación e incredulidad de sus compañeros, desde entonces ha cambiado de opinión; aunque Macri dejó saber que no le interesaba demasiado la idea, aprovecharon con regocijo la oportunidad que su líder les había brindado para llamar la atención al horror que les ocasionaba su voluntad de coquetear con un sujeto tan terrible como el jefe del gobierno porteño. Este pequeño episodio nos ayuda a entender una de las razones por las que la Argentina parece destinada a continuar defraudando a quienes esperan que, tarde o temprano, logre poner fin a tantas décadas de declinación. Demasiados políticos respetables están tan resueltos a continuar luchando contra enemigos fantasmales que les cuesta adaptarse a la cambiante realidad del país y del mundo. Reivindican actitudes decimonónicas que son inapropiadas para el siglo XXI. Es verdad que Macri y otros miembros del PRO no comparten las opiniones de la mayoría de los prohombres de la política nacional, pero es absurdo suponer que su ubicación en el mapa político represente un límite más allá del cual sólo se animarían a ir los extremistas más despreciables. Tal actitud sería comprensible, si bien censurable, en un país dominado por completo por una izquierda autoritaria resuelta a mantener a raya a cualquier agrupación sospechosa de inclinaciones burguesas, pero por fortuna la Argentina no es así. En teoría, por lo menos, es una democracia pluralista parecida a las existentes en el mundo desarrollado. Sin embargo, a diferencia de las demás democracias, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial le falta un gran partido conservador, de vocación democrática indiscutible, que sea capaz de alternarse en el poder con otros de aspiraciones socialistas o, si se prefiere, progresistas. El resultado es que el país se asemeja a una embarcación precaria en que todos los pasajeros y tripulantes se apiñan a babor, negándose a arriesgarse trasladándose a estribor; como consecuencia de tanto desequilibrio, sigue dando vueltas en el océano. Quienes conforman el elenco político estable están más interesados en repartir plata que en temas a su juicio reaccionarios como la productividad. Cuando oyen la palabra maldita “ajuste”, se comportan como monjas amenazadas por un sátiro. Les encanta denunciar las lacras sociales que, insinúan, se deben a la influencia nefasta del “neoliberalismo de los años noventa” que, dan a entender, destruyó una economía hasta entonces floreciente y maravillosamente igualitaria. El cada vez más esperpéntico Jorge Capitanich no es el único que parece convencido de que la Argentina es víctima de una serie de viles maniobras “neoliberales” urdidas por una camarilla de capitalistas locales y foráneos. Si bien Macri y sus acompañantes son reacios a subrayarlo, discrepan con el análisis de los progres. Los más optimistas apuestan a que, al agravarse la crisis provocada por el populismo rampante de Cristina y por la impotencia patente del grueso de la oposición, el electorado termine dando la espalda no sólo al resto del peronismo sino también al radicalismo y, con suerte, al progresismo en su conjunto. Esperan que, por fin, la mayoría se dé cuenta de que el consenso autocompasivo al que tantos se aferran, porque les permite aprovechar las penurias ajenas afirmándose solidarios con los depauperados y decididos a luchar, con palabras elocuentes, contra la injusticia planetaria, está en la raíz de la gran debacle nacional. ¿Son realmente conservadores los macristas o sus equivalentes en otros países que, a veces con orgullo, llevan la misma etiqueta? Sólo si uno acepta el estereotipo ya tradicional según el que la izquierda constituye la vanguardia del género humano y quienes desconfían de sus recetas se encuentran en la retaguardia junto con cohortes de nostálgicos del orden feudal, fascistas, fanáticos religiosos, cavernícolas antidiluvianos y otros de la misma calaña. Se trata de una caricatura maligna, claro está. En el mundo de comienzos del siglo XXI, los partidos conservadores de los países más prósperos y más equitativos no se destacan por su apego a modalidades anticuadas, como haría suponer su nombre, sino por su compromiso con el capitalismo liberal que, paradójicamente, es mucho más revolucionario que cualquier esquema imaginado por los marxistas. En efecto: al darse cuenta los comunistas chinos del poder del capitalismo, hicieron de él el motor principal del crecimiento de su país gigantesco. Aún se resisten a adoptar el liberalismo político, pero es por lo menos factible que andando el tiempo opten por hacerlo por motivos prácticos. Si, como algunos parecen creer, el capitalismo liberal, en que la iniciativa privada desempeña un papel protagónico, fuera meramente una opción entre varias, el que aquí escaseen los dispuestos a reivindicarlo no sería demasiado importante, pero sucede que es la única modalidad conocida hasta ahora que ha permitido la producción de bienes en cantidades suficientes como para posibilitar la eliminación de la pobreza extrema. Hasta los convencidos de las bondades del dirigismo lo reconocen cuando dicen estar a favor del “capitalismo genuino”, que a su entender es muy diferente del liberal, pero sólo hablan así a fin de incomodar a quienes se oponen a sus esfuerzos por asfixiar el siempre exangüe sector privado local. Puede que sea natural que a pocos políticos les guste un sistema que sólo se vería estorbado por su propia intervención cotidiana, pero a esta altura la experiencia universal debería haberles enseñado que a menudo convendría que se limitaran a asegurar que todos respeten las reglas sin invadir el campo de juego, con la esperanza de marcar algunos goles espectaculares.


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