El progreso odioso

Vivimos en un mundo en el que el crecimiento económico es tan normal que todos concuerdan en que algo anda muy mal si el producto bruto de un país no continúa aumentando. Sin embargo, por razones evidentes los cambios supuestos por los avances macroeconómicos nunca benefician a todos por igual. Siempre hay algunos cuyas capacidades son devaluadas a raíz del abandono de modalidades productivas determinadas que resultan menos eficaces que otras nuevas. En los países más ricos, los así perjudicados -los cuales pueden incluir a especialistas altamente calificados- conforman una minoría relativamente pequeña, pero en los menos prósperos, entre ellos la Argentina, se cuentan por millones. He aquí una razón, acaso la más importante, por la cual, a pesar del crecimiento impresionante en los años noventa, el drama de la pobreza está haciéndose cada vez más angustiante. Muchísimas personas que podían defenderse en la economía estancada, atrasada y sumamente ineficiente de hace tres décadas ya no están en condiciones de encontrar trabajo.

Muchos políticos tratan de aprovechar este estado de cosas atribuyendo la depauperación de tales sectores a los diversos ministros de Economía. El candidato aliancista a la jefatura de la ciudad de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, no tiene duda de que el gran responsable es su rival, Domingo Cavallo, el culpable de estabilizar la moneda y poner en marcha un proceso, actualmente interrumpido, de crecimiento vigoroso, que descolocaría a muchas personas.

Puede que esté en lo cierto, y que de haber optado el ex ministro por conservar el aislamiento corporatista e inflacionario la miseria resultante hubiera sido mejor repartida que los frutos del progreso que efectivamente se daría, pero esto no es lo que Ibarra y quienes piensan como él tienen en mente. Hablan como si a Cavallo o a cualquier otro les hubiera sido relativamente fácil transformar radicalmente la economía sin perjudicar a nadie, lo cual, huelga decirlo, es un disparate.

Por desgracia, la sociedad argentina es sumamente conservadora. A diferencia de la estadounidense, por ejemplo, que se adapta con rapidez a los cambios generados por la evolución irrefrenable de la tecnología, quienes conforman la nuestra prefieren «luchar» contra lo novedoso. Asimismo, la mayoría de los dirigentes, trátese de políticos, sindicalistas, empresarios, intelectuales o clérigos, hace lo posible por estimular esta propensión, dando a entender que tanto el país en su conjunto como buena parte de sus habitantes son víctimas inocentes de la malevolencia ajena. En vez de advertir a los demás de que no hay otra alternativa que la de habituarse a los cambios imprevistos -los cuales, nos guste o no, seguirán produciéndose a un ritmo desconcertante-, se quejan de la injusticia de lo que ha ocurrido, insinuando de este modo que estaría en el poder de un gobierno futuro o de un ministro de Economía «sensible» poner fin a la pesadilla.

La evolución nada satisfactoria del país en el siglo pasado no puede atribuirse sólo a los errores puntuales de un puñado de individuos poderosos, como Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, los militares, Raúl Alfonsín y Carlos Menem o a sus respectivos ministros de Economía. Las causas son mucho más profundas. Tienen que ver con tradiciones culturales que tal vez tienen muchos méritos pero que así y todo impiden que el país se adapte con facilidad a las exigencias de un mundo «globalizado» que ya está dejando atrás la edad industrial.

Que muchos defiendan tales tradiciones con fervor es natural, pero sería positivo que quienes lo hacen reconocieran que su fidelidad a ciertas actitudes presupone a la larga muchos costos.

Por supuesto, sería legítimo afirmar que la economía no es todo y proclamarse dispuesto a elegir la pobreza y el atraso si éste es el precio de resistirse al cambio, pero la verdad es que muy pocos creen que las opciones sean tan nítidas. Antes bien, los más insisten en oír misa y andar en la procesión, motivo por el cual el país sigue sin emprender las reformas básicas y para algunos muy penosas que quizás le permitirían prosperar.


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