El reino mesetario, donde se conversa con el silencio

La piedra dueña de Yamnagoo, la vieja de las ofrendas, el toro del agua, la tropilla invisible del señor de la laguna. El mito y la realidad compartiendo el redondo pan casero, la carne de yegua al amparo del fogón, las noches estrelladas. Todo eso es Somuncurá.

Por Jorge Castañeda

Escritor/ Valcheta

Alturas de la meseta alta y extensa. Reino perdido entre la soledad y las piedras donde la postergación se sienta en su trono y la desesperanza se apoya en su báculo.
Escoriales colgados de los balcones donde la distancia y el silencio entretejen su urdimbre pobre de pesadumbres y de indiferencias, donde las pilas de monedas como brazos salomónicos parecen alcanzar la diafanidad íntima del cielo azul y dilatado.


El abandono, su marca perceptible. El misterio, un arcano donde los caballos rompen los sellos tiempo. La impotencia, su derrotero y la espera, unos ojos cegatos donde su lagrimal acuoso llora a destajo.
Los cerros donde el topónimo se vuelve gutural y austero. Las lagunas donde el viento se persigna y escapa como un ladrón furtivo entre los altos cañadones, furioso y desbocado. Las piedras augures donde los viejos pobladores hurtaron al basalto la oquedad para hallar morada y cobijo. Allende donde Curín se guarecía con sus yeguarizos y donde Juan Bairoleto se enseñoreaba metiendo miedo.


Sus difusas incertidumbres. El alto vuelo del ñanco de supersticiones antiguas, la mirada súbita del pilquín, la lentitud mimética del matuasto, el relincho alerta del guanaco con sus orejas tiesas, el choique raudo y señorial, apelativo y linaje de viejas familias, de clanes ancestrales, el zorro astuto y huidizo cruzando ágil los los riscales de la estepa.
Sus claves perdidas. La cruz de los basaltos en los escoriales, Las verbenas en flor. Los pozos que respiran con su fragua de caracola marina y su ciclo de 36 horas.

La catedral de “la Gotera” con su hilo de agua prístina, reloj vivo de los tiempos, pila bautismal. Álamos en la altitud. Edades primordiales. Apelativos de los hombres de la tierra, viejos pobladores de dinastías vencidas donde los ojos crucifican al mañana y la espera se pierde por las hilachas de los parajes sin nombre.. Por las picadas irascibles donde hasta el alma se desacomoda, al ver tanta pobreza, tanta distancia de azules augurios. Hacia la letanía del viento, la traición inclemente de la nevazón, el frío que muerde la carne y penetra como las espinas aleves de las tunas.

La piedra dueña de Yamnagoo, la vieja de las ofrendas, el toro del agua, la tropilla invisible del señor de la laguna, el alarido de los anchimmallenes. El mito y la realidad compartiendo el redondo pan casero, la carne de yegua al amparo del fogón, la copa tibia de sangre, las noches donde el cielo parece bajar al mundo de los hombres para mostrarles el camino de las estrellas, donde se aposenta la antigua morada de sus dioses tutelares, su panteón de arcanos milenarios, el tótem de la sangre de sus valientes guerreros.

Alturas de la meseta de Somuncurá. Horizonte sin mengua donde hasta la confianza se arruta . Los viejos hábitos de bajar los cueros, de hablar poco. De escuchar la voz de uno mismo y de conversar con el silencio en los corrales de pirca, en la hilacha blanca de la chivada, en el filo cortante del cuchillo.
Piedra que suena de tanta marginación, de impotencia, en losSomuncurá. Puños cerrados de los basaltos, en el estropicio helado de la ventisca, en las arrugas del rostro, en el cabello cano de los ancianos, en los puestos escondidos, en las huellas donde el timorato se pierde.

Otro tiempo y otro lugar. Edades legendarias. Magisterio errante de la piedra y del agua, reino mesetario, planiza azulada, estepa de flora achaparrada, proa al sur de todos los olvidos.
Meseta de Somuncurá. Alta, fuerte, dilatada, agreste, tutelar, misteriosa. Tan vieja como la edad del continente. Tan nuestra como el aire que respiramos.


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