El rescate del policía enterrado en la montaña: recuerdos de una épica misión en el norte neuquino

Dos policías neuquinos que en 1989 participaron del rescate de los restos del agente Cifuentes, asesinado en 1934 y sepultado por dos puesteros en la cordillera donde permaneció 55 años, reconstruyen aquí paso a paso aquella travesía que nunca olvidaron.

En la tarde del viernes 24 de febrero de 1989, el sargento primero Napoleón Ricardo Hauiquiñir estaba en un laboratorio en Neuquén, su otro trabajo además de enfermero en la policía provincial, cuando sonó el teléfono. “¿Usted sabe andar a caballo?”, le preguntó sin vueltas el comisario inspector Fuenzalida. “No”, contestó el suboficial. “Va a tener que aprender, nos vamos para Varvarco”, dijo el jefe. “¿Y qué vamos a hacer?”, intentó saber. “Ya se va a enterar”, fue la respuesta del otro lado de la línea.


Una semana después supo que la misión era, nada menos, rescatar los restos del agente Juan Domingo Cifuentes, asesinado en el invierno de 1934 cuando seguía a un grupo de contrabandistas en el norte neuquino.

Dos puesteros que lo hallaron a orillas de un arroyo en el Cajón del Alto Mallín lo habían sepultado en la pendiente de una meseta a la que solo se accede tras cabalgar en fila india por peligrosas laderas y vadear ríos y arroyos de deshielo.

El agente Juan Domingo Cifuentes

En aquellos tiempos de territorio nacional sin Gendarmería, el trabajo del agente era cuidar el paso fronterizo natural El Tranquero, uno de los boquetes por donde las mercaderías y los jinetes iban y venían con sus caballos y sus mulas de carga. Estaba solo allí desde la primavera, en una precaria casita de piedra. Debía regresar a la comisaría de Andacollo antes de las grandes nevadas del invierno.

De acuerdo con quienes investigaron el caso, lo último que se supo antes de que los puesteros Castillo y Jorquera lo encontraron muerto de un balazo a la cabeza fue que siguió a un grupo de unos ocho integrantes que ingresó desde Chile. Sus restos permanecieron 55 años en la cordillera donde ellos lo sepultaron.

El suboficial principal Juan Evangelista Romero, que tenía cinco años cuando vio a su vecino Cifuentes abrazar a sus hijos en Tricao Malal en la despedida antes de partir a su última misión, impulsaría después ante sus jefes el operativo de rescate. Por fin, el momento de ir a buscarlo había llegado.

El cajón del Alto Mallín.

Aquel miércoles primero de marzo de 1989, a las 4 de la madrugada, el equipo estaba listo para salir en dos vehículos. Fuenzalida, que tenía parientes en Varvarco, iba al mando.

En 1989 Napoleón Ricardo Hauiquiñir era sargento primero enfermero y técnico en Histología.

Entre quienes lo secundaban estaba Hauiquiñir, que además de enfermero era técnico en Histología y en su otro empleo aprendía en cada jornada de laboratorio con su maestro, el patólogo Rafael Scuteri. “Yo creo que fue por eso que me eligieron”, dice.

Neuquén. Napoleón Ricardo Hauiquiñir hoy, con la plaqueta y la medalla.


También fueron de la partida el cabo Fernando Navarro (chofer), el agente Ismael Maripil (fotógrafo), el agente Nicolás Páez (chofer) y el sargento retirado Guillermo Sepúlveda.


En su viaje hacia el norte de la provincia, al mediodía estaban en Chos Malal y poco más tarde en Andacollo, presentado como “otro pueblo perdido en un valle que parece una postal pintada por la mano de Dios” en el minucioso escrito donde narró toda la aventura.

Miguel Antonio Olave era sargento primero en 1989. En febrero de ese año reconoció el terreno antes del rescate de los restos en marzo.

En Andacollo los esperaba para sumarse a la expedición el sargento primero Miguel Antonio Olave, quien ya había reconocido el terreno en febrero y tenía todo preparado para llegar con sus camaradas hasta la tumba de Cifuentes en la montaña. Había llegado a caballo desde Pichi Neuquén, al suroeste.

Andacollo. Miguel Antonio Olave y Ana María hoy. Tienen 5 hijos y 14 nietos. En mayo cumplieron 50 años de casados, pero no pudieron festejar.

Tras pasar por Las Ovejas, siguieron por la ruta 43 y a las cuatro de la tarde estaban en Varvarco, donde los recibieron el cabo primero Cisterna y el agente Aguilera.

Se repartieron entre el destacamento, la sala de primeros auxilios y casas de familia del pequeño pueblito para dormir y a las seis de la mañana del jueves 2 de marzo se pusieron otra vez en marcha.

A las 9.30 estaban en las termas del Domuyo, donde dejaron uno de los vehículos y continuaron en la camioneta, cargada de monturas y aperos, unos 100 kilómetros más hasta el puesto de veranada de Norberto Valdez y sus chivas, vacas y yeguarizos. Ahí se terminaba el camino.

Documento. El sargento primero Hauiquiñir (segundo desde la izquierda) y el sargento primero Olave (último a la derecha) con otros integrantes del equipo.


“Él ya sabía que íbamos, así que nos estaba esperando con los caballos”, recuerda el sargento primero Olave. “Estábamos orgullosos de ir a rescatar a un camarada y ansiosos por hacerlo”, agrega. Allí se sumó don Francisco Anicasio Vázquez, peón de campo y baqueano de ese territorio, que supo cuidar de la tumba del agente, ponerle una cruz y encenderle velas y candiles. Todos le dicen don Nicasio.


El encargado de elegir el caballo para el enfermero, al que sin experiencia en cabalgatas le tocaba debutar en una riesgosa huellita entre montañas y precipicios fue Olave, ducho en el tema. Miró los que había, dio una vuelta corta con uno y volvió. “Este es para vos, es bueno y manso. Soltale las riendas que te va a llevar”, le dijo.

«Yo no sabía andar a caballo. Me encomendé a todos los santos y subí. Íbamos en fila india por la huellita. De un lado estaba la montaña y del otro el precipicio. Si el caballo le erraba usted no contaba el cuento. Al principio temblaba de arriba a abajo, pero después fue amainando…»

Sargento primero enfermero Napoleón Ricardo Hauiquiñir
Desde el puesto de Valdez siguieron a caballo. A Hauiquiñir, primero a la izquierda, que no tenía experiencia, Olave le eligió uno manso. «Soltale las riendas que te va a llevar», le dijo. A la derecha, el comisario inspector Fuenzalida.

Enseguida, junto al comisario inspector Fuenzalida y la gente del puesto ensillaron los caballos y dieron consejos al grupo antes de partir. “Fue como una clase teórica. Me encomendé a todos los santos y me subí. Al principio temblaba de arriba a abajo, pero después fue amainando”, recuerda Hauiquiñir.


Cada detalle de la misión permanece en su memoria, como en la de Olave, que en aquel lejano 2 de marzo de 1989 cada tanto se acercaba a preguntarle cómo iban a él y al fotógrafo Maripil, el otro debutante en ese asunto de cabalgar.

“De un lado estaba la montaña y del otro el precipicio, si el caballo le erraba usted se iba para abajo y no la contaba”, recuerda el enfermero. Subieron y bajaron laderas en fila india, vadearon ríos y arroyos y atravesaron mesetas hasta que cerca del mediodía llegaron al montículo de piedras bajo el que estaba sepultado Cifuentes, relata Olave, que un mes antes había llegado hasta ahí desde el suroeste.

El paso El Tranquero donde prestaba servicio Cifuentes.

El viento había derribado la cruz, que estaba entre las piedras. Se turnaron para cavar y al principio se decepcionaron porque al llegar al metro y medio no habían hallado nada: volver con las manos vacías era una posibilidad que daba miedo.


Siguieron cavando, unos centímetros más abajo: después de 55 años de nevadas, temporales y deshielos, las piedras se podían haber movido en la pendiente de la meseta. Ese frío extremo mantuvo la tierra húmeda y preservó los restos, describe Hauiquiñir.

“Así fue como dimos con una bota y el primer hueso”, recuerda Olave. El enfermero lo limpió y depositó sobre una bolsa mortuoria negra, donde ubicó los demás hasta completar el esqueleto, aunque para acceder al torso debieron cavar un túnel. Todos se asombraron por el buen estado de conservación.

“Por donde salió el proyectil, al cráneo le faltaba una partecita, como si fuera una tapita digamos. Pero buscamos y la encontramos. Coincidía justo el tamaño cuando el enfermero la colocó en su lugar”

Sargento primero Miguel Antonio Olave.

Además de las botas también hallaron parte del pantalón y la camisa azul que la tierra había oscurecido, los botones, el cinturón y la charretera. No estaba su arma.

“El cráneo presentaba un impacto de bala con orificio de entrada en el parietal izquierdo y salida en el parietal derecho con estallido”, escribió el enfermero Hauiquiñir en su reporte.

El enfermero dispuso los huesos sobre una bolsa donde armó el esqueleto.

El sargento primero Olave observó otro detalle que los impresionó: “Por donde salió el proyectil, al cráneo le faltaba una partecita, como si fuera una tapita digamos. Pero buscamos y la encontramos. Coincidía justo el tamaño cuando el enfermero la colocó en su lugar”, recuerda.


Alrededor de las 14.30 guardaron los restos en una bolsa y se dispusieron a volver. “En ese momento se levantó un pequeño remolino de viento y tierra, fue cosa de un instante, no sé si la montaña agradecía o se molestaba por haberle sacado los restos del finado de sus entrañas”, describió el enfermero en el informe que redactó cuando uno de sus jefes lo escuchó contar la historia. “Eso tiene que escribirlo”, le dijo. Y así lo hizo, a mano en un cuaderno que después transcribió a máquina la profesora Dora Muñoz de Guzmán, que lo ayudó a darle forma y terminarlo.

Desandaron el camino en descenso y a unos dos kilómetros llegaron a un puesto donde los esperaba don Nicasio, que se había adelantado y junto a Gerardo Torres, peón de unos 15 años que cuidaba a los animales en la veranada, los esperaban con un chivito.


A las 15:30 horas se pusieron en marcha por el mismo camino, vadearon el río y salieron del cajón hacia la planicie, pero esta vez cortaron camino para ahorrarse casi cinco kilómetros.

«Cruzamos el río y nos dirigimos por sendas menos peligrosas hacia el puesto ‘Los Cheuque’, donde dejamos los caballos y esperamos que viniese la camioneta a buscarnos -informó el sargento primero enfermero-. Doña Ana Rita Castillo de Jorquera nos contaba que su padre y su suegro habían sido testigos del hallazgo del cadáver del finado Cifuentes en el río, fueron ellos quienes lo sepultaron en el lugar donde nosotros fuimos a desenterrarlo”.

Sábado 4 de marzo de 1989. La ceremonia en la que los restos del agente Juan Domingo Cifuentes fueron depositados en el monolito levantado en el cruce de las rutas 43 y 54. De campera marrón claro y lentes, el suboficial mayor Juan Evangelista Romero, que pidió a sus jefes el operativo de rescate.

El arribo a Varvarco fue triunfal, con todos al galope menos el enfermero, que le dijo al caballo “tranquilo que llegamos igual”, recuerda y se ríe.

En el pueblo estaban tan sorprendidos con el hallazgo que le pidieron que armara el esqueleto en el galpón. “No lo podían creer cuando lo vieron, estaban admirados por el estado de conservación de los huelos», dice.

El sábado 4 de marzo de 1989 los restos del agente Cifuentes fueron depositados en el monolito donde descansan desde entonces, en el cruce de la ruta 43 que va a Varvarco y la 54 que va a Manzano Amargo.

De camisa blanca y pantalón negro, el comisario inspector Cifuentes, hijo del agente asesinado.

Los integrantes del equipo que los rescató después de 55 años recibieron una plaqueta y una medalla.


Napoleón Ricardo Hauiquiñir, a los 70 años, vive en el barrio Villa María en Neuquén y tiene cinco hijos, 25 nietos y 15 bisnietos. “Se tomaron en serio lo de poblar la Patagonia”, bromea.

Miguel Antonio Olave, a los 74, vive en Andacollo con su esposa Ana María. En mayo cumplieron 50 años de casados y no pudieron festejar. Tienen 5 hijos y 15 nietos. Y como su amigo Napoleón, una gran historia para contarles.

El monolito hoy. Foto: Martín Muñoz.

Si bien para sus colegas que investigaron el caso los bandidos eran chilenos, según los testimonios que recogió Olave eran argentinos que volvían del país trasandino y eso originó la confusión, acrecentada por el hecho de que el hombre que disparó huyó hacia Chile.


Agradecimientos

Sergio Sepúlveda, suboficial principal retirado de la policía neuquina y abogado, escribe por estos días Centinela del Neuquén, libro sobre el caso Cifuentes y otros que ocurrieron en la provincia.

Tomás Heger Wagner, comisario general retirado autor de Guardianes del orden, tres tomos de recopilación histórica sobre la policía neuquina de la que fue jefe y en la que incluye una reseña del caso Cifuentes.

Napoleón Ricardo Huaiquiñir, sargento ayudante retirado. Enfermero durante la exhumación de los restos y autor de un minucioso informe.

Miguel Antonio Olave, sargento primero retirado. En febrero de 1989 reconoció el terreno antes de la exhumación de marzo de ese año.

Islandia Valdez, vecina de Varvarco que alberga a don Francisco Nicasio Vázquez, por las fotos y testimonios.

Isidro Belver, historiador. Experto conocedor de la zona.

Martín Muñoz, fotógrafo y guardafauna.

Gabriel Rafart, Profesor e investigador en Historia Social e Historia Política de la Universidad Nacional del Comahue y Universidad Nacional de Río Negro


En la tarde del viernes 24 de febrero de 1989, el sargento primero Napoleón Ricardo Hauiquiñir estaba en un laboratorio en Neuquén, su otro trabajo además de enfermero en la policía provincial, cuando sonó el teléfono. “¿Usted sabe andar a caballo?”, le preguntó sin vueltas el comisario inspector Fuenzalida. “No”, contestó el suboficial. “Va a tener que aprender, nos vamos para Varvarco”, dijo el jefe. “¿Y qué vamos a hacer?”, intentó saber. “Ya se va a enterar”, fue la respuesta del otro lado de la línea.

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