El Vaticano frente al mundo moderno

Los líderes de la Iglesia Católica ya están acostumbrados a ser vapuleados por la forma poco feliz en que han manejado el problema nada fácil planteado por la pedofilia clerical, de suerte que no les habrá perturbado demasiado el que un comité “para los derechos del niño” de la ONU haya agregado su voz al coro condenatorio. Pero los “expertos independientes” del comité, entre ellos personajes de países tan célebres por su respeto por los derechos ajenos como Arabia Saudita, no se limitaron a pedir un esfuerzo mayor por asegurar que los culpables de abusos recibieran el castigo merecido. También exigieron que el Vaticano cambiara su actitud hacia el aborto, la contracepción, la disciplina familiar, la homosexualidad y otros asuntos afines, para que sus doctrinas sean compatibles con las consideradas apropiadas para un mundo políticamente correcto. Lo que quiere la ONU es que el catolicismo abandone las convicciones que ha conservado durante un par de milenios para transformarse en una ONG piadosa, eventualidad ésta que preocupa al papa Francisco. Desde la antigüedad, los escándalos motivados por las actividades sexuales heterodoxas, cuando no delictivas, como en el caso del abuso de menores, de clérigos católicos suministran a la literatura picaresca una fuente inagotable de materia prima. También pertrechan al anticlericalismo de armas potentes. Con todo, hasta hace relativamente poco, la Iglesia parecía invulnerable a los ataques de críticos que aprovechaban la conducta de sacerdotes mujeriegos, homosexuales o pederastas, pero entonces todo cambió. De repente, millones de fieles que habían tratado la inmoralidad clerical como algo anecdótico, sin demasiada importancia, decidieron que era intolerable. Para desconcierto de un papa tras otro, los pecadores clericales no se vieron beneficiados por el permisivismo casi orgiástico de la revolución sexual que, a partir de los años sesenta del siglo pasado, transformaría radicalmente las sociedades occidentales. Por el contrario, se verían perjudicados, ya que algunas prácticas, comenzando con las que atentan contra la integridad de los niños, seguirían siendo tabú. Así, pues, en un lapso muy breve, la Iglesia Católica perdió el grueso de la autoridad moral que había acumulado. En países como España, Irlanda e Italia que durante siglos habían sido bastiones al parecer inexpugnables de la fe, jóvenes y no tan jóvenes se entregaron al progresismo laico, aceptando con naturalidad arreglos novedosos que una generación antes les hubieran parecido inconcebibles. Por lo demás la hipocresía, que en épocas menos ilustradas no ocasionaba mucha indignación porque, como decía La Rochefoucauld, era “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”, sería mal vista. La Iglesia Católica ya ha perdido la batalla cultural contra una coalición coyuntural de intelectuales librepensadores, comerciantes y otros que quieren que casi todo lo relacionado con el sexo sea considerado un asunto privado. Si bien cuenta con algunos aliados en el mundo musulmán, muchos son fanáticos sanguinarios que preferiría mantener a raya. Asimismo, a juzgar por lo que está sucediendo en los países islámicos, la crueldad extrema que es la característica más llamativa de los tradicionalistas no los ha ayudado a frenar el cambio. A pesar de la resistencia de los aún comprometidos con los valores de otros tiempos, los paladines de la libertad sexual han triunfado en buena parte del planeta, pero puede que la suya sea una victoria pírrica. Enfrentan un enemigo que es mucho más poderoso que la Iglesia Católica o los guerreros santos del islam: el escaso interés de los liberados en reproducirse. En todos los países históricamente católicos, el desprestigio de la Iglesia coincidió con el inicio de una caída precipitosa de la tasa de natalidad. Puede que España e Italia ya hayan dejado pasar el momento en que sería posible revertir la tendencia así supuesta. Pero los españoles e italianos no son los únicos que han optado por el suicidio colectivo. Están acompañándolos en el viaje hacia la nada los griegos, rusos, alemanes y japoneses, y para sorpresa de quienes suponían que se trataba de un fenómeno meramente occidental, propio de una civilización moribunda, un poco más detrás se encuentran los chinos, iraníes, turcos e incluso árabes. Según las estadísticas, los escandinavos, británicos, franceses y norteamericanos continúan reproduciéndose a un ritmo satisfactorio, pero en todos los casos han recibido el aporte de inmigrantes recientes. ¿A qué se debe la huelga reproductiva que, agravada por el colapso de la familia tradicional, ya está provocando un sinfín de trastornos económicos y sociales? ¿Tiene algo que ver con ella la pérdida de las viejas certezas religiosas que, si bien son por su naturaleza irracionales, sirven para dar un sentido a la vida y por lo tanto fortalecen la comunidad a costa de la libertad del individuo? Es probable que sí, que en última instancia la coherencia social dependa de la voluntad de casi todos de adherirse a un credo trascendental que puede ser religioso, ético o político. Cuando sólo una minoría se le opone, las consecuencias suelen ser muy positivas, pero si virtualmente todos se imaginan rebeldes que luchan por demoler un orden intolerablemente injusto, las sociedades resultantes caerán en un estado de anomia. Por miedo a la reacción furibunda que con toda seguridad se haría sentir, a los “expertos” de aquel “comité para los derechos del niño” de la ONU nunca se les ocurriría pedirles a los musulmanes desistir de ahorcar o decapitar a los homosexuales y otros que a su entender violan las despiadadas leyes coránicas, y sería poco probable que amonestaran a los chinos, pero para impulsar el orden permisivo que les parece el único aceptable no tendrían que arriesgarse tanto. Los cambios que siguen registrándose en los países en que variantes del cristianismo antes hegemónicas han perdido su capacidad para influir mucho en la conducta de las personas no respetan ninguna frontera religiosa, política, étnica o social. Es de suponer que, tarde o temprano, los sobrevivientes del gran experimento progresista que está en marcha decidirán que es una mala idea resignarse mansamente a la muerte de su propio pueblo, pero tal día aún parece distante y no hay forma de prever lo que harían para impedir que el género humano se extinga sin la intervención de ninguna catástrofe bélica o natural.

SEGÚN LO VEO

JAMES NEILSON


Los líderes de la Iglesia Católica ya están acostumbrados a ser vapuleados por la forma poco feliz en que han manejado el problema nada fácil planteado por la pedofilia clerical, de suerte que no les habrá perturbado demasiado el que un comité “para los derechos del niño” de la ONU haya agregado su voz al coro condenatorio. Pero los “expertos independientes” del comité, entre ellos personajes de países tan célebres por su respeto por los derechos ajenos como Arabia Saudita, no se limitaron a pedir un esfuerzo mayor por asegurar que los culpables de abusos recibieran el castigo merecido. También exigieron que el Vaticano cambiara su actitud hacia el aborto, la contracepción, la disciplina familiar, la homosexualidad y otros asuntos afines, para que sus doctrinas sean compatibles con las consideradas apropiadas para un mundo políticamente correcto. Lo que quiere la ONU es que el catolicismo abandone las convicciones que ha conservado durante un par de milenios para transformarse en una ONG piadosa, eventualidad ésta que preocupa al papa Francisco. Desde la antigüedad, los escándalos motivados por las actividades sexuales heterodoxas, cuando no delictivas, como en el caso del abuso de menores, de clérigos católicos suministran a la literatura picaresca una fuente inagotable de materia prima. También pertrechan al anticlericalismo de armas potentes. Con todo, hasta hace relativamente poco, la Iglesia parecía invulnerable a los ataques de críticos que aprovechaban la conducta de sacerdotes mujeriegos, homosexuales o pederastas, pero entonces todo cambió. De repente, millones de fieles que habían tratado la inmoralidad clerical como algo anecdótico, sin demasiada importancia, decidieron que era intolerable. Para desconcierto de un papa tras otro, los pecadores clericales no se vieron beneficiados por el permisivismo casi orgiástico de la revolución sexual que, a partir de los años sesenta del siglo pasado, transformaría radicalmente las sociedades occidentales. Por el contrario, se verían perjudicados, ya que algunas prácticas, comenzando con las que atentan contra la integridad de los niños, seguirían siendo tabú. Así, pues, en un lapso muy breve, la Iglesia Católica perdió el grueso de la autoridad moral que había acumulado. En países como España, Irlanda e Italia que durante siglos habían sido bastiones al parecer inexpugnables de la fe, jóvenes y no tan jóvenes se entregaron al progresismo laico, aceptando con naturalidad arreglos novedosos que una generación antes les hubieran parecido inconcebibles. Por lo demás la hipocresía, que en épocas menos ilustradas no ocasionaba mucha indignación porque, como decía La Rochefoucauld, era “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”, sería mal vista. La Iglesia Católica ya ha perdido la batalla cultural contra una coalición coyuntural de intelectuales librepensadores, comerciantes y otros que quieren que casi todo lo relacionado con el sexo sea considerado un asunto privado. Si bien cuenta con algunos aliados en el mundo musulmán, muchos son fanáticos sanguinarios que preferiría mantener a raya. Asimismo, a juzgar por lo que está sucediendo en los países islámicos, la crueldad extrema que es la característica más llamativa de los tradicionalistas no los ha ayudado a frenar el cambio. A pesar de la resistencia de los aún comprometidos con los valores de otros tiempos, los paladines de la libertad sexual han triunfado en buena parte del planeta, pero puede que la suya sea una victoria pírrica. Enfrentan un enemigo que es mucho más poderoso que la Iglesia Católica o los guerreros santos del islam: el escaso interés de los liberados en reproducirse. En todos los países históricamente católicos, el desprestigio de la Iglesia coincidió con el inicio de una caída precipitosa de la tasa de natalidad. Puede que España e Italia ya hayan dejado pasar el momento en que sería posible revertir la tendencia así supuesta. Pero los españoles e italianos no son los únicos que han optado por el suicidio colectivo. Están acompañándolos en el viaje hacia la nada los griegos, rusos, alemanes y japoneses, y para sorpresa de quienes suponían que se trataba de un fenómeno meramente occidental, propio de una civilización moribunda, un poco más detrás se encuentran los chinos, iraníes, turcos e incluso árabes. Según las estadísticas, los escandinavos, británicos, franceses y norteamericanos continúan reproduciéndose a un ritmo satisfactorio, pero en todos los casos han recibido el aporte de inmigrantes recientes. ¿A qué se debe la huelga reproductiva que, agravada por el colapso de la familia tradicional, ya está provocando un sinfín de trastornos económicos y sociales? ¿Tiene algo que ver con ella la pérdida de las viejas certezas religiosas que, si bien son por su naturaleza irracionales, sirven para dar un sentido a la vida y por lo tanto fortalecen la comunidad a costa de la libertad del individuo? Es probable que sí, que en última instancia la coherencia social dependa de la voluntad de casi todos de adherirse a un credo trascendental que puede ser religioso, ético o político. Cuando sólo una minoría se le opone, las consecuencias suelen ser muy positivas, pero si virtualmente todos se imaginan rebeldes que luchan por demoler un orden intolerablemente injusto, las sociedades resultantes caerán en un estado de anomia. Por miedo a la reacción furibunda que con toda seguridad se haría sentir, a los “expertos” de aquel “comité para los derechos del niño” de la ONU nunca se les ocurriría pedirles a los musulmanes desistir de ahorcar o decapitar a los homosexuales y otros que a su entender violan las despiadadas leyes coránicas, y sería poco probable que amonestaran a los chinos, pero para impulsar el orden permisivo que les parece el único aceptable no tendrían que arriesgarse tanto. Los cambios que siguen registrándose en los países en que variantes del cristianismo antes hegemónicas han perdido su capacidad para influir mucho en la conducta de las personas no respetan ninguna frontera religiosa, política, étnica o social. Es de suponer que, tarde o temprano, los sobrevivientes del gran experimento progresista que está en marcha decidirán que es una mala idea resignarse mansamente a la muerte de su propio pueblo, pero tal día aún parece distante y no hay forma de prever lo que harían para impedir que el género humano se extinga sin la intervención de ninguna catástrofe bélica o natural.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $3000 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios