Entrevista a Cristian Alarcón: jardines, destierros y recuerdos del Alto Valle

El periodista Cristián Alarcón es el último ganador del Premio Alfaguara de Novela 2022 por “El tercer paraíso”, un relato personal y luminoso que viaja, junto a su historia, de su Chile natal a su actualidad, pasando por el Alto Valle, un lugar esencial en este relato y en sus afectos. En esta entrevista, habla de ese lugar, de lo que significa ser un migrante, de la memoria.

Desde el 20 de enero, cuando le anunciaron que su primera novela había ganado el premio Alfaguara 2022, Cristian Alarcón está subido a una “gira loca” que apenas le deja tiempo libre. Como quien corre un triatlón exigente y larguísimo, llega a la entrevista por zoom después de haber hecho otra y se despide al final porque va a ver a su hijo.


Viene de México, viene de Guatemala, viene de haber celebrado los diez años de la revista que dirige, Anfibia, con una impresionante perfomance que unió actores, músicos, mucho público y lecturas de esta novela que lo despegan -definitiva o temporalmente- de su faceta de periodista que es la que hasta aquí, hasta sus 52 años, definió su vida laboral.


La pandemia, ese tiempo suspendido que para muchos fue paréntesis y agobio, para Cristian fue la posibilidad de remover capas de memoria, de cultivar amorosamente recuerdos crueles y dolorosos con raíces familiares, y cosechar después esta novela frondosa, honesta, triste por momentos, y luminosa al final. Y así, lo que se incubó en el tiempo de desasosiego que fue la pandemia, terminó siendo la posibilidad de la esperanza; de una esperanza.


Encerrado y dedicado, Cristian escribió las 157 postales numeradas, en las que lo que desborda es el verde de los paisajes y de las dalias, pero no el lenguaje, que es siempre mesurado, incluso distante, económico, y poético a la vez.


“Imaginar nuestra biografía es someterse a una nueva conciencia”, dice el libro que se mueve entre la historia de sus ancestros (sobre todo la de su abuela Alba, la dueña del jardín original, en Chile, la que lo arropaba, y su madre, Nadia), y el aquí y ahora de un narrador que confinado por la pandemia de Covid ha decidido darle forma a su propio paraíso en un terreno que compró en Buenos Aires, un jardín que lo acercará al pasado y lo salvará en este presente.


Como ocurrió en la vida real de Cristian, el narrador y su familia fueron desterrados de Chile por la dictadura de Pinochet, y como ocurrió en su vida, recalaron en Cipolletti.


En “El Tercer paraíso”, el Alto Valle es una suerte de punto suspensivo entre aquel jardín de Chile y el paraíso posterior. Es un páramo seco; es la ciudad en la que el niño recibe un tratamiento de testosterona para “quitarle” su incipiente homosexualidad; es el lugar de la pobreza, es la casa de adobe y la letrina infecta; el escenario en el que sufre bullying; el lugar de la incomprensión.
Debo decir para mis afectos, que esta invención de la Patagonia es una crueldad de la que me hago cargo porque he sido más cruel que lo fue en la realidad”, aclara Cristian, que sigue emocionado por la sorpresa que le dieron sus ex compañeros del secundario de Cipolletti, que viajaron a Buenos Aires para participar de la fiesta por los diez años de Anfibia.

P: -Escribiste este libro durante la pandemia. ¿Qué fue primero: la necesidad de un jardín o la memoria que te trajo ese jardín?
R: -La memoria. En un ensayo que escribí para “El futuro después del covid”, había incluido dos escenas de Alba y de Nadia (la abuela y la madre) sobre el fin del mundo. Esa conciencia sobre la extinción se me había configurado apenas comenzada la pandemia: la imposibilidad de un futuro ante un escenario tan cruento, que se imponía en los relatos de las distopías , mientras nos acostumbrábamos a una narrativa del fin del mundo. La peste se convierte para mí en una posibilidad de buscar una historia en la que esto se engarce imperceptiblemente, sin que esté por sobre el trabajo. Y ahí aparecen estas mujeres: Nadia y Alba, que como muchas otras mujeres de mis crónicas, representan a muchas mujeres latinoamericanas. Y este camino con las mujeres, acompañados por ellas, pero también exigido por ellas, pero también golpeado por ellas, pero también demandado extraordinariamente por ellas, tenía una lógica. Y mi sensibilidad, en muchos sentidos femenina, es una sensibilidad construida con las mujeres. Algo que ha ido mutando, porque mi relación las mujeres es hoy mi relación con mis amigas, que forman una neofamilia, que me ayuda a transitar el agite de mi vida, mi condición de padre soltero, mi condición de líder de medios y de creador de proyectos. Esto me posibilita ahora algo muy distinto a la exigencia de la compañía, que es algo que vivimos muchos niños de madres solas: fuimos exigidos a ser compañeros de estas mujeres en algunos casos abandonadas, en otros casos casadas con hombres ausentes, en las aciagas condiciones que impone a veces la geografía y el clima.

P: -La novela arranca y prácticamente cierra con un entierro. Me gustaría que me cuentes por qué tomaste esa decisión, porque a la vez, y aunque hayas tomado esa decisión, es una novela muy luminosa, que tiene un cierre feliz, de armonía, de comunidad.
R: -El entierro del final estaba escrito hace cinco años y pertenecía a otro libro que no he podido terminar. El ultimo entierro, es mucho más cercano y real; el otro es un recuerdo y como todo recuerdo de la adolescencia está contaminado por la creación. Creo que esos entierros que narro son un modo de abrazar a toda la gente que no tuvo entierros durante la pandemia, porque se moría gente y no la podía despedir nadie. Y también un modo de recordar el funeral latinoamericano, que se ha perdido por imperio de la industria de la muerte y por costumbres citadinas, porque las ciudades a veces impiden la celebración, y por cierto prejuicio de clase respecto de lo que significa despedir a un ser querido . Los entierros de hoy buscan lo pulcro, lo menos real posible en la despedida del otro. Yo creo que no es sano. Yo creo que es más sano despedir al muerto durante tres días, y terminar con una borrachera, que permita el llanto, con la risa.

P: -La familia del narrador debe irse de Chile cuando llega la dictadura de Pinochet. Hay una palabra que usás para contar todo ese movimiento que no es exilio sino destierro. ¿Te sentís un desterrado?
R: -Hay una lectura romantizada sobre la condición a exilar, primero porque el exilio, en la mayoría de los países latinoamericanos con las dictaduras, fue prerrogativa de los activistas y militantes de las organizaciones guerrilleras de izquierda burguesas, clases medias intelectualizadas, con formaciones profundas en lo política, con consecuencias absolutamente desgarradoras tal como la de los desterrados. Pero el destierro, para mí, habla más de lo migratorio. Yo no me siento a esta altura de mi vida un exiliado, me siento un migrante, aunque podría ser un exiliado en el contexto de la dictadura chilena, porque siendo un niño no hubo decisión propia sobre la partida del lugar de origen. Pero cuando viajo y cruzo la frontera de países latinoamericanos y escucho las historias de los migrantes, me siento mucho más cerca de los que caminan, que de los “argenmex” que volaron a México para salvarse de los militares.
Si bien yo soy primera generación, hijo de un empresario joven, desplazado, que logra darle una educación de lujo a su primogénito, no dejé nunca de ser absolutamente consciente de mi condición de clase campesino proletaria en esos orígenes. Por eso “El tercer paraíso” es un homenaje a esa incompletitud, a ese sufrimiento colectivo familiar que no le pertenece ni al padre, ni a la madre, ni al niño, ni a la abuela. No hablo de mí por hablar de mí, hablo de nosotres, en ese sentimiento de colectividad. Colectividad, como se usa para hablar de los migrantes radicados en el Valle, como la colectividad chilena, con su ramada del 18 de septiembre, el disfraz de mi padre cuando íbamos al club Cipolletti a ver a los cantantes que venían de Chile, a cantar cuecas, y el volvía borracho y nosotros felices aunque hayamos dormido en el club, en sillas de plástico.
Eso es el destierro, es el profundo dolor de la pérdida de los afectos, de dejar de ser reconocidos por los que se quedaron, porque nunca nos van a perdonar que nos hayamos ido, porque en algún sentido, el hijo prodigo sigue pagando hasta el ultimo instante las consecuencias de su partida. Los otros, los que se quedan, pagan de otro modo, porque todos pagamos. Porque las demandas seguirán estando: de uno hacia los demás, o viceversa y remaremos, como podamos, en la construcción de nuestros terceros paraísos, y se nos marchitarán, y vendrá la helada y lo volverá todo un tallo lánguido, pero sabiendo que va a volver la primavera. El desterrado construye la felicidad de un modo más contundente porque no puede romantizar la partida, porque no hubo una revolución que lo expulsó, o un líder que lo traicionó. Fue él, empujado por las circunstancias económicas, por sus propias pérdidas, el que decidió dejar el lugar. Por lo tanto tiene dos caminos: o llorar sobre lo perdido o construir su tercer paraíso.

P: -El Valle, en el libro, es “el tajo en el desierto”. Pero además, el Valle es el lugar donde transcurre el dolor, el bullying, la pobreza, la depresión. Es un lugar doloroso. ¿A qué te remite el Valle?
R -Debo decir para mis afectos del Valle y de toda la Patagonia, que esta invención de la Patagonia es una crueldad de la que me hago cargo porque ha sido más cruel de lo que fue en la realidad. Ese narrador dice y siente lo que quizás sintió un niño o un adolescente respecto al Valle, y porque la necesidad que tuve de huir fue enorme. Fui criado para irme. Mis padres accedieron a la posibilidad económica de pagarme los estudios como un príncipe, en La Plata. La verdad es que me proveyeron del lujo de estudiar bancado: a mí se me pagaba una mensualidad, un departamento; a mí me llegaban cajas con delicias; se me pagaba ropa cada temporada y se me pagaban las vacaciones. Yo he sido un privilegiado del Valle, porque gracias al trabajo en el petróleo de mi padre y a la empresa que creó, de automatización petrolera, mi familia me pudo dar ese enorme privilegio.
Y así como el Valle fue el territorio del bullying, del sometimiento, de la humillación, del dolor y del golpe, fue también el refugio de la política, el descubrimiento de la literatura. Fue la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia; fue la biblioteca popular de las 432 viviendas donde una madre y una hija de lentes gruesos nos facilitaban los libros a los niños bulleados y ñoños; y fueron mis compañeros de secundaria y amigos que increíblemente, después 30 años, nos juntamos, y muchos de ellos vinieron al festival de Anfibia 10 años. Y es maravilloso cómo la vida te devuelve y la literatura te completa. Esa construcción literaria mía, que produce múltiples efectos, no sólo en los lectores sino también en los protagonistas, se extiende hasta lugares que nunca imaginé, porque nunca hubiera imaginado que iba a gozar de esa compañía tan hermosa de mis hermanos, mis padres que estuvieron en la presentación del libro en la Feria , y mis compañeros de quinto año que viajaron a los festejos.

Cristian habla rápido, como un atleta acostumbrado a las maratones largas; habla mucho, hila las ideas, las retoma. Sabe que la entrevista por zoom se termina a la hora pautada y que tiene un compromiso con su hijo. No lo quiere hacer esperar. Quedan apenas unos minutos, así que antes de terminar vuelve sobre una escena crucial del libro, una que transcurre en el Valle y que tiene como protagonista a su mamá, Nadia.

“El recuerdo doloroso del Valle que este narrador expresa, yo lo necesitaba para construir el antagonismo entre ese paraíso perdido de Chile y el tercer paraíso de este narrador que se refugia en la pandemia en la creación de su jardín. Por eso la idea de esta especie de purgatorio que es el Valle: este niño crece allí, salvándose de la dictadura chilena pero encontrándose con el horror de la cotidianeidad de este lugar aciago que le tocó, en el que pagó todo y del que se puede ir para acceder a este tercer paraíso.
Pero allí está también el lugar de la madre, de esa madre que de la mano del narrador se acerca a encontrar en ese barrio marginal a la entrada de la ciudad, muy cerca de la fábrica donde trabajaba el padre, la casa de adobe, con esa letrina infecta a la que el le daba asco ir, y en el que le pregunta “por qué estamos tan pobres”. Porque el niño se da cuenta de que no hay relación entre el contexto y esa realidad. No puede comprender el destierro, que lo hayan sacado del paraíso para llevarlo a este purgatorio.
«La escena emblemática para mí es la escena en que la madre, que va con él y se sienta frente a ese rancho de adobe en el que ahora crece un jardín y donde hay un hombre que ha sobrevivido y que su madre recuerda en espejo ante su propia depresión, como un hombre deprimido. Ella lo ve y se acerca a preguntarle si se acuerda de nosotros, y el dice quizás. Ella le pregunta entonces si se casó, y el le dice: “No, yo siempre he sido un hombre melancólico”. Y entonces, ella se da cuenta de que ella y ese hombre son dos sobrevivientes, de que en aquel instante inicial en el exilio, se hacían compañía, y ella todavía no se deprimía. Hay allí un sentido y un mensaje de este narrador: no siempre estuviste deprimida”.
Cristian lo dice así, concentrado en la frase. O se lo dice a Nadia.

Allí, del otro lado de la pantalla, apurado por ir a encontrarse con su hijo, mientras sigue la gira de presentación del libro premiado, no deja de ser un hijo que cuida a su mamá.


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