Error de comunicación
Por desgracia, el estilo vacilante del presidente dista de ser el indicado para los tiempos
Cuando un presidente logra convencerse de que los problemas de su gobierno se deben más que nada a su incapacidad para comunicarse con “la gente”, los demás tienen buenos motivos para preocuparse, sobre todo si es notoria la dependencia del mandatario en cuestión de sus asesores de imagen. Así las cosas, era de prever que el intento de Fernando de la Rúa de fustigar a los medios, acusándolos de burlarse de manera irresponsable de él y de sus medidas, además de llamar “a las calificadoras de riesgo para preguntarles si el país es viable”, porque “en la Argentina se prefiere el pesimismo a la confianza”, en el discurso que pronunció ante la Cámara Argentina de la Construcción, sólo serviría para intensificar todavía más las dudas en cuanto al futuro de su gestión. Ningún presidente reciente, ni siquiera Carlos Menem, ha hecho más que De la Rúa por proyectar una imagen determinada, pero es evidente que sus esfuerzos en tal sentido han fracasado. Aunque es innegable que muchos humoristas y caricaturistas se han ensañado con su figura y podría argüirse que el país está atravesando por una etapa en la que por razones insondables le gusta el pesimismo, no es serio atribuir la sensación de descontrol que se ha difundido en los meses últimos a la actitud burlona de los medios de comunicación. Por grotescas que hayan sido las exageraciones de ciertos críticos de la gestión presidencial, de no haberse basado en datos auténticos nadie las hubiera encontrado divertidas.
En gran medida, la debilidad de De la Rúa es la consecuencia lógica de la realidad política sumamente confusa que produjo la serie de elecciones escalonadas del año pasado, en las que los peronistas se impusieron en la mayoría de las provincias pero un radical atípico se alzó con la presidencia de la República, esquema que para algunos obligaría a la clase política a hacer gala de su madurez, pero que en verdad ha hecho aún más patentes sus muchas deficiencias. Asimismo, la base de sustentación de De la Rúa consiste en una Alianza cada vez más precaria dominada por personajes que no sienten entusiasmo alguno por la estrategia económica neomenemista que el gobierno se ha visto obligado a impulsar. Para contrarrestar la decepción de aquellos simpatizantes que antes del inicio de la gestión aliancista habían fantaseado en torno de nuevos “modelos” socioeconómicos, De la Rúa pudo haber organizado un ataque frontal contra los muchos focos de corrupción que se dan, pero, por ser un representante cabal de la clase dirigente criolla, optó por privilegiar “la política”, alternativa que, como es natural, no tardaría en costarle el apoyo de los sinceramente convencidos de que a la Argentina le convendría una versión propia del operativo ‘mani pulite’ italiano.
Con todo, aunque dadas las circunstancias hubiera sido realmente sorprendente que el presidente lograra gobernar con la decisión exigida por la situación en la cual se halla el país, no cabe duda de que la personalidad de De la Rúa, además de su falta de compromiso con cualquier corriente ideológica, ha contribuido a intensificar el profundo malestar que siente una proporción muy importante de la ciudadanía. Por desgracia, el estilo vacilante del presidente dista de ser el indicado para los tiempos que corren. Su voluntad patente de limar asperezas y de negociar puede considerarse muy democrática, pero sucede que el país está reclamando un liderazgo más fuerte. No es una cuestión de autoritarismo, sino de la autoridad que suelen irradiar aquellos que, a diferencia de los demás, parecen saber exactamente lo que es necesario hacer y que están resueltos a alcanzar los objetivos así planteados. En una época como la actual, signada por la incertidumbre en que los viejos mapas políticos e ideológicos han resultado ser inútiles, es esencial que el jefe del Estado haga creer que él por lo menos no tiene dudas sobre la mejor forma de salir del laberinto. De más está decir que el presidente, el cual llegó a la Casa Rosada acompañado por el apodo ya viejo de “De la Duda”, no reúne las cualidades que le permitirían actuar de este modo. Ultimamente ha procurado brindar la impresión contraria pero, a menos que la “imagen” mejorada que quiere difundir descanse en algo más que la habilidad de publicitarios, sus esfuerzos resultarán vanos.
Cuando un presidente logra convencerse de que los problemas de su gobierno se deben más que nada a su incapacidad para comunicarse con “la gente”, los demás tienen buenos motivos para preocuparse, sobre todo si es notoria la dependencia del mandatario en cuestión de sus asesores de imagen. Así las cosas, era de prever que el intento de Fernando de la Rúa de fustigar a los medios, acusándolos de burlarse de manera irresponsable de él y de sus medidas, además de llamar “a las calificadoras de riesgo para preguntarles si el país es viable”, porque “en la Argentina se prefiere el pesimismo a la confianza”, en el discurso que pronunció ante la Cámara Argentina de la Construcción, sólo serviría para intensificar todavía más las dudas en cuanto al futuro de su gestión. Ningún presidente reciente, ni siquiera Carlos Menem, ha hecho más que De la Rúa por proyectar una imagen determinada, pero es evidente que sus esfuerzos en tal sentido han fracasado. Aunque es innegable que muchos humoristas y caricaturistas se han ensañado con su figura y podría argüirse que el país está atravesando por una etapa en la que por razones insondables le gusta el pesimismo, no es serio atribuir la sensación de descontrol que se ha difundido en los meses últimos a la actitud burlona de los medios de comunicación. Por grotescas que hayan sido las exageraciones de ciertos críticos de la gestión presidencial, de no haberse basado en datos auténticos nadie las hubiera encontrado divertidas.
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