Estuvo 8 meses aislado en la Antártida y ahora va a trabajar a Neuquén todos los días
El roquense Martín Nicolaus estuvo en la Base Marambio para hacer mediciones científicas y pronósticos meteorológicos. De aquella aventura en condiciones extremas en la que aprendió a convivir en el encierro a ir a trabajar desde Roca al aeropuerto neuquino en la cuarentena.
Estuvo ocho meses en la Antártida casi sin salir de la Base Marambio, sin saber que hacía el entrenamiento perfecto para la cuarentena. Cuando abría la puerta y caminaba unos metros, el roquense Martín Nicolaus lanzaba las ozono sondas que registran información clave sobre el estado de la atmósfera. Esos globos inflados con gas que las transportan y que veía irse hacia el cielo y el reporte que escribía luego con los datos obtenidos son el primer eslabón que pone en marcha la cadena de las investigaciones científicas, que en la base comenzaron en 1987 con el objetivo de saber más sobre los daños al escudo que nos protege de la radiación ultravioleta, la capa de ozono.
En los últimos años, los estudios abordaron además entender el origen y la dinámica de los gases efecto invernadero que son la causa principal del cambio climático.
.Martín explica que como esos estudios se hacen siguiendo los mismos parámetros en todo el planeta, mantener los equipos que permiten hacer esas mediciones fue otra de sus misiones, junto a los de otros 17 proyectos científicos que requieren chequeo diario de los instrumentos.
Puertas adentro, donde pasó la mayor parte del tiempo, también se encargó de la observación y los pronósticos meteorológicos como en cualquier estación del país , con la diferencia de que ahí los vuelos aterrizan en condiciones extremas en la pista cubierta por una capa de hielo que mantienen lisa, a su manera, el viento furioso y las máquinas.
Del otro lado de la ventana
Si el clima y el trabajo lo permitían, salía a caminar y sacar fotos, aunque también aprovechaba cuando iba a controlar los equipos para llevarse postales.
Y en las horas libres, jugó al pool, al truco, festejó goles de River, vio con sus nuevos amigos del Servicio Meteorológico Nacional (SMN, donde trabaja) y la Dirección Nacional Antártica (DNA) partidos de fútbol y de rugby en la pantalla gigante de sala de conferencias, esa en la que en un costado se ponían los hinchas millonarios y en el otra los de Boca.
Y se acostumbró a que las horas pasaran mirando el mundo desde las ventanas, aunque allá, del otro lado de los vidrios triples brillaran icebergs en un océano azul y acá vea el otoño desde el aeropuerto de una Neuquén en cuarentena.
Si aquel encierro le sirvió para entrenarse en esto de salir poco y nada, la paradoja es que ahora tiene que ir todos los días desde Roca, donde vive, a trabajar a la capital neuquina.
En el Hércules
El 24 de febrero del 2019 partió desde Buenos Aires en un Hércules que voló hasta Río Gallegos. Viajó en una red y el cinturón tenía un gancho no tan sencillo de insertar.
El gigante carguero no está carrozado y veía los cables, las conexiones, los tubos. Volvió en octubre, con un camión hidrante y un generador enorme a bordo. “Es como un galpón que arman y desarman muy rápido”, recuerda.
¿Qué pasó entre la ida y la vuelta? Lo primero fue la sorpresa, después de tres horas desde Río Gallegos, de asomarse desde el ojo de buey y no ver nieve como en la fotos que había googleado cuando supo que había sido elegido para ir a la Antártida, como lo soñó desde chico: el barro rodeaba a la base enclavada en una meseta que le recordó a las bardas.
Después, con el paso de los días y las nevadas, sí supo lo que era estar en el continente blanco, convivir con cinco metros de nieve en el invierno, caminar por el mar congelado, saber que el viento sopla con una fuerza que arrastra todo, incluso los tachos prensados de 250 litros de basura compactada que se traen en avión al continente.
Y que el viento también se filtra por resquicios mínimos, empuja la nieve y arma montañitas congeladas dentro de la base. “Era increíble. Como apoyar la mano en el ventanal triple y sentir como se sacudía”, recuerda.
Se sorprendió, además, de ese mundo sin billeteras ni documentos, ni robos. De no tener que manejar. De no ver plantas, árboles, insectos ni animales que no fueran los pingüinos y las gaviotas que llegan en la primavera y las palomas antárticas que anidan en el invierno. Solo rocas y nieve en el horizonte. Y un puñado de musgos y líquenes.
En cuarentena las fotos traen otoño y compromiso
La convivencia
Estuvo en la Antártida con 73 personas, 56 de la Fuerza Aérea y el resto del SMN y la DNA. De ellas, ocho eran mujeres. La primera que se quedó varios meses fue en el 2015 y el plan es construir habitaciones dobles con baño privado para no tener que disponer un pabellón masculino y otro femenino como ahora.
Hizo amigos como Tomas, Sebastián y Hernán y supo que la mejor manera de sobrellevar el encierro era buscar actividades entretenidas con quienes mayor afinidad tenía y respetar las reglas como exigió el jefe cuando llegaron. “Entendí que el respeto y la tolerancia eran indispensables para poder pasar el aislamiento”, dice.
Después le tocó subirse al Hércules para volver a casa y en estos días ponerse el barbijo y manejar por la ruta 22 que nunca se termina para ir a trabajar al aeropuerto neuquino.
Estuvo ocho meses en la Antártida casi sin salir de la Base Marambio, sin saber que hacía el entrenamiento perfecto para la cuarentena. Cuando abría la puerta y caminaba unos metros, el roquense Martín Nicolaus lanzaba las ozono sondas que registran información clave sobre el estado de la atmósfera. Esos globos inflados con gas que las transportan y que veía irse hacia el cielo y el reporte que escribía luego con los datos obtenidos son el primer eslabón que pone en marcha la cadena de las investigaciones científicas, que en la base comenzaron en 1987 con el objetivo de saber más sobre los daños al escudo que nos protege de la radiación ultravioleta, la capa de ozono.
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