Eva Frankenstein

Por Tomás Buch

El anuncio, por parte de una empresa perteneciente a una secta de gente que cree que nosotros mismos somos clones de una raza extraterrestre, ha añadido una gran dosis de excentricidad y exotismo a un problema bioético que ya lleva algunos años de debate y suscita una manifiesta incomodidad en muchos sectores. Es curioso que la mayoría de los comentarios de estos días pone el énfasis en aspectos enteramente secundarios, como las dudas que inspira la veracidad del anuncio, con lo cual solamente se posterga la discusión del fondo de la cuestión. También la preocupación por los posibles defectos que puedan tener las bebas clonadas, ya que la oveja Dolly al parecer muestra síntomas de envejecimiento prematuro, suena un poco artificiosa, ante los problemas éticos mucho más profundos que el tema suscita.

En cuanto a los presuntos autores de este logro biotecnológico, sobre cuyas pretensiones extraterrestres creo que no vale la pena decir nada, llama la atención el infantilismo de los argumentos propuestos por los mismos «raelianos» para justificar sus experimentos, si se los compara con la complejidad de las técnicas biológicas que deben manejar para obtener el logro anunciado. La idea groseramente materialista de que «el ser está en sus genes», de manera que un clon sería una persona en todo idéntica a su «madroide» (*), el donante de la célula original, está también presente en otros delirantes, como aquellos que proponen clonar a Jesucristo para que nos salve de nuevo, dada la suposición de que ya lo hizo una vez, hace 2.000 años. Claro que Rael dice que los contenidos mentales recién se podrán trasplantar dentro de veinte años. Tengamos paciencia. Pero mientras, quiere clonar a un corredor de autos, colega de su propia encarnación previa, así como a Hitler, para castigar en su clon los crímenes cometidos por su madroide. También propone clonar adultos, aunque no se explica qué quiere decir eso, ya que un clon se origina de una célula, que debe multiplicarse y diferenciarse como cualquier embrión. Y, sobre todo, ofrece clonar a cualquiera que lo desee, por unos módicos 200.000 dólares. Su empresita ofrece también otros servicios, como la clonación de mascotas («clonapet», MR) o la venta de huevos clonados de donantes conocidos: elija el aspecto de su hijito. La mezcla de ciencia ficción, pseudociencia, pseudorreligión y comercio -esa parte seguramente no es «pseudo»- es sencillamente repugnante, por decirlo de alguna manera. Los antiguos llamaban a esto «hybris».

Esta hybris plantea un problema que es diferente del que tratamos en esta nota: es el del conocimiento científico-tecnológico en manos que éticamente no están habilitadas para aplicarlo.

Pero la clonación reproductiva de humanos, si no ha ocurrido ya en manos de estos energúmenos excéntricos, ocurrirá en cualquier momento, y muestra claramente los problemas éticos que el tema plantea. Por lo tanto, es importante debatirlo, aunque sea poco probable que una decisión ética contra la clonación reproductiva logre detener la difusión de esta técnica por mucho tiempo. Desde siempre, los humanos han hecho todo lo que estaba a su alcance sin que la ética haya logrado frenar más que a unos pocos y por algún tiempo.

Por supuesto, la clonación llamada terapéutica no merece reparos. En este caso, se producen, por clonación, células con la estructura genética del madroide, que son indiferenciadas y podrán ser usadas para regenerar tejidos u órganos con una finalidad terapéutica. En sus usos posibles son similares a las células madre («stem cells») y ofrecen serias promesas para el tratamiento de enfermedades degenerativas como el parkinsonismo o la diabetes.

En cuanto a la clonación reproductiva, es probable que la tecnología, si aún tiene defectos, se perfeccione pronto, y no vale la pena preocuparse por el futuro de la nueva Eva raeliana y de sus congéneres nacidos por reproducción asexuada. De todos modos, nacen miles de bebés con defectos genéticos graves y en general se los deja nacer, vivir y morir en las condiciones que su cuna les depara. Pero visto desde el ángulo del madroide, el anhelo de la clonación reproductiva es una expresión de mucho de lo que tenemos de más criticable y menos noble. La creencia de que, individualmente, somos tan perfectos que merecemos ser eternos, surge de una egolatría enfermiza, y la eventual reproducción idéntica de tales deformidades morales no augura nada bueno para la humanidad, en especial porque, dados los costos, seguramente no serían los mejores los que se conserven, sino los que puedan pagar el precio, si es que la codicia tiene raíces genéticas, lo que no es probable. Por otra parte, el anhelo de ser inmortales proviene de una actitud cultural enfermiza ante la muerte, en la cual la teoría cristiana del castigo eterno por nuestros pecados tiene más que una buena parte de la responsabilidad.

Los problemas demográficos y sociales que generaría su posibilidad, aún teórica, han sido tratados en la literatura de ciencia-ficción. Otro de los fantasmas de ciencia-ficción que se asocian a la clonación es el del ejército de clones. Tómese al más brutal de los criminales sádicos que se pueda encontrar, fabríquense algunos miles de ejemplares por clonación y entréneselos para ser el ejército del futuro estado totalitario. La historia demuestra que no se necesita la clonación para obtener ejércitos suficientemente brutales.

La clonación no implica una manipulación genética, desde luego, porque por definición el producto de una clonación es genéticamente idéntico a su madroide, aunque se podría intentar mejorarlo un poco más, hacerlo un poco más perfecto. Con ello, al tratar el tema de la clonación, también surge espontáneamente el de la eugenesia. Este término describe otra de las tentaciones a las que se ve sometida una raza con la capacidad tecnológica como la nuestra: la de su propio «mejoramiento». El tema no es nuevo. Ya los espartanos mataban a los bebés defectuosos y los nazis, además de esa medida purificadora, en granjas especializadas criaban arios puros mediante el apareamiento programado de ejemplares perfectos de la raza superior. Ha habido ensayos prácticos y elucubraciones teóricas sobre las maneras de mejorar la raza humana por selección artificial, del mismo modo en que se han mejorado las razas de ganado de diversas especies. La cuestión es, como siempre, el saber qué criterios de selección debemos tomar. Si se trata de que desaparezcan las enfermedades genéticas, el caso es similar al de la clonación terapéutica. Si queremos eliminar la calvicie, tal vez seamos frívolos. Si se trata de elegir el sexo de los hijos, estaremos jugando con la demografía. Si en cambio, se trata de seleccionar el color de la piel o de los ojos, comenzamos a caer en el racismo. Y, dado que todo eso tiene costos, no resultará difícil adivinar quién intentará mejorar la raza de quién.

Las biotecnologías generan nuevos problemas éticos, porque las actitudes tradicionales ante la vida y la muerte se basan en presupuestos diferentes acerca de qué está al alcance de los humanos y qué no lo está. Por eso, muchas veces los especialistas caen en cierta perplejidad ante los nuevos desafíos, que a veces requieren un pensamiento enteramente nuevo. ¿Y dónde encontrar los criterios del bien y el mal, si ya los antiguos no nos sirven?

El 10 de abril de 1997 Río Negro publicó un artículo sobre la clonación de la oveja Dolly («Dolly Frankenstein»).

(*) Me he tomado la atribución de proponer el neologismo «madroide» (falsa madre) para describir la relación entre la persona clonada y el clon. El madroide es quien entrega una de sus células para generar el clon.


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