Folclore doméstico

jorge vergara jvergara@rionegro.com.ar

Los veranos tienen aroma a folclore. Es así, se respiran zambas y chacareras por donde uno camine. Tal vez en esta parte del país no se note tanto, pero desde Córdoba hacia el norte, la cuestión es así. Bares, festivales, peñas, peatonales, improvisados escenarios sirven para que los que cantan y tocan bien se muestren. Claro, también están los que no cantan bien, pero se animan y le ponen ganas. Así se siente el folclore en una parte del país, porque el folclore es eso justamente, un sentimiento que se expresa en música. Y así nuestro género se instala en cada casa. Los festivales sirven como el gran empujón para que eso se replique casa por casa. Tal vez sea que nací respirando y escuchando folclore. Mi padre siempre nos decía que cuando se muriera quería una despedida con música de la buena. Y para él música de la buena implicaba un vals por ejemplo, de esos que cantaban Los Cantores del Alba, o algunos grupos que incursionaron por Perú. Al final, cuando tuvo que partir nos invadió la tristeza y no nos animamos a despedirlo como él quería. En cualquier pueblo, en cualquier ciudad del norte del país abundan los músicos y cantores. Porque ellos mismos se autodefinen cantores, que es tal vez el costado más popular de los cantantes. Es un clásico que en el verano, sobre todo los sábados y domingos, se escuche cómo fluye la música de cada casa. Claro, además de música el asado, las empanadas o los chorizos. La idea es que cada encuentro, por más chico que fuere, se amenice con música. Es que al folclore hay que sentirlo. Alguna vez pensé que por mis venas corría folclore porque no puedo evitar esa sensación maravillosa cuando una zamba o una chacarera suena con ganas. O tal vez fue que desde antes de nacer venía mamando esos domingos de música en patio de tierra, donde ese mismo aroma a tierra mojada se mezclaba con la música. En casa había una higuera enorme y un nogal del mismo tamaño. Debajo de esos árboles mi padre regaba el patio bien temprano para que a la hora del almuerzo no hubiera barro. Ahí bailaban, cantaban y guitarreaban cada vez que se podía. No había razón especial para eso, alcanzaba con tener ganas y sentir cómo la música sola iba fluyendo. Una noche unos amigos del folclore invitaron a un Cantor del Alba a una guitarreada. Carlos Brizuela, fallecido el año pasado, apareció con su gran capital: su voz. No volaba una mosca cuando él se decidió a cantar Malagueña o cuando cantó Mantelito Blanco. Chicos y grandes nos conmovimos cuando escuchamos su voz, siempre conocida a través de discos, pero jamás en vivo. Un verdadero placer que sólo se siente si uno tiene ese amor por el folclore que nos desborda. Pero lo que iban a ser un par de temas se convirtió en toda una noche de folclore. Quién se atrevería a irse a dormir habiendo un espectáculo de esa categoría. En los patios del norte se baila en alpargatas y se improvisa el pañuelo. Todo sirve para una zamba o para una buena chacarera. El vino es el socio ideal para esas guitarreadas, donde no falta la soda, porque muchos prefieren el vino de mesa con soda, lo sienten más propio, más ligado a lo popular. Ni hablar de las noches de verano de serenata. Es decididamente maravilloso despertar con guitarras y algunas voces, aunque no sean de las mejores, cantando folclore. Cada una de estas escenas implican sentimientos profundos, que vienen del corazón. En el norte del país esta música se siente mucho más que en los grandes festivales donde las escenas son más comerciales. El folclore domiciliario no tiene auspiciantes, no tiene micrófonos, simplemente nace y se expresa tal cual.


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