Frente a la furia islamista

No es nada difícil provocar estallidos de ira en el mundo musulmán. Basta con llamar la atención de algunos líderes religiosos o políticos a un dibujo, libro o película en que Mahoma es blanco de burlas como para motivar disturbios masivos en docenas de lugares en el norte de África, el Oriente Medio, Pakistán, Bangladesh e Indonesia. Puesto que las manifestaciones de desprecio por el profeta del islam que circulan en la internet se cuentan por miles, los interesados en enojar a los musulmanes nunca carecerán de materia incendiaria. Por lo tanto, no sirve para mucho atribuir el salvajismo de quienes en Libia asesinaron al embajador estadounidense y, en otras partes del extenso mundo islámico, atacaron las sedes diplomáticas de diversos países occidentales, entre ellos el Reino Unido y Alemania, a una película rudimentaria producida hace varios meses por un copto egipcio que vive en California, ya que sólo se trataría de un pretexto. Asimismo, intentar apaciguar a los revoltosos persiguiendo al autor de la película, opción ésta que según parece muchos occidentales encontrarían razonable, sería peor que inútil. Lejos de hacer más fácil la reconciliación, sacrificar la libertad de expresión, como están reclamando el presidente egipcio, Mohamed Morsi, y otros líderes islámicos, resultaría contraproducente al brindarles a los extremistas un buen motivo para redoblar sus esfuerzos por intimidar a los occidentales. Si bien es de suponer que los violentos constituyen una minoría muy pequeña, sería un error subestimar su importancia. La experiencia de Rusia, Alemania, Italia, España y otros países europeos nos ha enseñado que, en tiempos de incertidumbre, una minoría reducida de fanáticos resueltos, encabezados por ideólogos astutos, es capaz de apoderarse de sociedades relativamente sofisticadas. Aunque con escasas excepciones los dirigentes norteamericanos y europeos han sido reacios a considerar la posibilidad de que lo que ha iniciado la llamada “primavera árabe” no haya sido proceso de democratización sino, por el contrario, uno que termine beneficiando a los islamistas más extremos, los acontecimientos de las semanas últimas los han obligado a reconocer que la alternativa así supuesta no es una mera fantasía de la “ultraderecha islamófoba”. Con todo, aun cuando lleguen a la conclusión de que es grave la amenaza supuesta por la movilización del fervor religioso por los islamistas, el desafío seguiría planteando dilemas nada sencillos. A comienzos de su gestión, el presidente norteamericano Barack Obama apostó a que, merced a sus vínculos personales con musulmanes y con su propia oposición a la postura considerada agresiva del hombre al que sucedió como “más poderoso del mundo”, George W. Bush, estaría en condiciones de inaugurar una nueva época de amistad entre Estados Unidos y el mundo islámico, pero ya se habrá dado cuenta de que la estrategia conciliadora ha fracasado. Según sus adversarios, al brindar una impresión de debilidad vacilante, lo único que Obama ha logrado es envalentonar a los enemigos de su país. Sin embargo, no hay garantía alguna de que una actitud más firme, como la recomendada, acaso de manera oportunista, por el candidato presidencial republicano Mitt Romney, arrojaría resultados mejores. Tampoco parece promisoria la alternativa propuesta por muchos norteamericanos que, horrorizados por la muerte de su embajador en Libia e indignados por la falta de gratitud de quienes reciben miles de millones de dólares anuales en concepto de ayuda, quisieran que Estados Unidos y otros países occidentales redujeran al mínimo sus contactos con los musulmanes, negándose a intervenir en sus asuntos internos so pretexto de que, dadas las circunstancias, deberían dejarles solucionar a su manera sus propios problemas, porque en América del Norte y Europa ya se han formado grandes comunidades musulmanes en las que abundan militantes que comparten las ideas y las pasiones de sus correligionarios en África, el Oriente Medio o Pakistán. Puede entenderse, pues, la voluntad de los dirigentes occidentales de convencerse de que la realidad es menos alarmante de lo que harían pensar la violencia crónica y las manifestaciones de odio de las turbas que con tanta frecuencia protagonizan episodios luctuosos, pero así y todo tendrán que pensar en la posibilidad de que se han equivocado y que lo peor esté por venir.


No es nada difícil provocar estallidos de ira en el mundo musulmán. Basta con llamar la atención de algunos líderes religiosos o políticos a un dibujo, libro o película en que Mahoma es blanco de burlas como para motivar disturbios masivos en docenas de lugares en el norte de África, el Oriente Medio, Pakistán, Bangladesh e Indonesia. Puesto que las manifestaciones de desprecio por el profeta del islam que circulan en la internet se cuentan por miles, los interesados en enojar a los musulmanes nunca carecerán de materia incendiaria. Por lo tanto, no sirve para mucho atribuir el salvajismo de quienes en Libia asesinaron al embajador estadounidense y, en otras partes del extenso mundo islámico, atacaron las sedes diplomáticas de diversos países occidentales, entre ellos el Reino Unido y Alemania, a una película rudimentaria producida hace varios meses por un copto egipcio que vive en California, ya que sólo se trataría de un pretexto. Asimismo, intentar apaciguar a los revoltosos persiguiendo al autor de la película, opción ésta que según parece muchos occidentales encontrarían razonable, sería peor que inútil. Lejos de hacer más fácil la reconciliación, sacrificar la libertad de expresión, como están reclamando el presidente egipcio, Mohamed Morsi, y otros líderes islámicos, resultaría contraproducente al brindarles a los extremistas un buen motivo para redoblar sus esfuerzos por intimidar a los occidentales. Si bien es de suponer que los violentos constituyen una minoría muy pequeña, sería un error subestimar su importancia. La experiencia de Rusia, Alemania, Italia, España y otros países europeos nos ha enseñado que, en tiempos de incertidumbre, una minoría reducida de fanáticos resueltos, encabezados por ideólogos astutos, es capaz de apoderarse de sociedades relativamente sofisticadas. Aunque con escasas excepciones los dirigentes norteamericanos y europeos han sido reacios a considerar la posibilidad de que lo que ha iniciado la llamada “primavera árabe” no haya sido proceso de democratización sino, por el contrario, uno que termine beneficiando a los islamistas más extremos, los acontecimientos de las semanas últimas los han obligado a reconocer que la alternativa así supuesta no es una mera fantasía de la “ultraderecha islamófoba”. Con todo, aun cuando lleguen a la conclusión de que es grave la amenaza supuesta por la movilización del fervor religioso por los islamistas, el desafío seguiría planteando dilemas nada sencillos. A comienzos de su gestión, el presidente norteamericano Barack Obama apostó a que, merced a sus vínculos personales con musulmanes y con su propia oposición a la postura considerada agresiva del hombre al que sucedió como “más poderoso del mundo”, George W. Bush, estaría en condiciones de inaugurar una nueva época de amistad entre Estados Unidos y el mundo islámico, pero ya se habrá dado cuenta de que la estrategia conciliadora ha fracasado. Según sus adversarios, al brindar una impresión de debilidad vacilante, lo único que Obama ha logrado es envalentonar a los enemigos de su país. Sin embargo, no hay garantía alguna de que una actitud más firme, como la recomendada, acaso de manera oportunista, por el candidato presidencial republicano Mitt Romney, arrojaría resultados mejores. Tampoco parece promisoria la alternativa propuesta por muchos norteamericanos que, horrorizados por la muerte de su embajador en Libia e indignados por la falta de gratitud de quienes reciben miles de millones de dólares anuales en concepto de ayuda, quisieran que Estados Unidos y otros países occidentales redujeran al mínimo sus contactos con los musulmanes, negándose a intervenir en sus asuntos internos so pretexto de que, dadas las circunstancias, deberían dejarles solucionar a su manera sus propios problemas, porque en América del Norte y Europa ya se han formado grandes comunidades musulmanes en las que abundan militantes que comparten las ideas y las pasiones de sus correligionarios en África, el Oriente Medio o Pakistán. Puede entenderse, pues, la voluntad de los dirigentes occidentales de convencerse de que la realidad es menos alarmante de lo que harían pensar la violencia crónica y las manifestaciones de odio de las turbas que con tanta frecuencia protagonizan episodios luctuosos, pero así y todo tendrán que pensar en la posibilidad de que se han equivocado y que lo peor esté por venir.

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