Historias del norte neuquino: del cementerio de la peste oculto en Los Bolillos a la leyenda de la cautiva y el bandolero

A 19 km de Varvarvo y 523 km de Neuquén capital, hay nueve cruces entre los totems de fragmentos volcánicos. Los testimonios vinculan el cementerio a "la fiebre y la peste" alrededor de 1930. En el mismo lugar fueron enterrados Clara Sotomayor y Zapata, la cautiva que se enamoró del bandolero que la raptó en Chile y la llevó al campamento de los temibles hermanos Pincheira que robaban y mataban en nombre del rey de España. El historiador Isidro Belver relata los hechos.

Aquí, entre Los Monjes, esos tótems de 15 metros de altura con capuchas y sotanas esculpidas por el viento y la arena durante miles de años, hay nueve cruces. La historia en Los Bolillos contada de generación en generación en esta zona del norte neuquino bendecida por su belleza sobrenatural dice que es el cementerio de la peste. ¿Cuál? No hay precisiones ni registros escritos pero sí testimonios orales que aluden a la fiebre tifoidea y otros a la amarilla allá por 1930. “La mayoría habla de la fiebre a secas o la peste”, señala el reconocido historiador Isidro Belver.

Las cruces están ubicadas en un lugar difícil de encontrar. Foto: Martín Muñoz

Hay otro relato que también viaja en el tiempo y tiene que ver con sepulturas en Los Bolillos, esta maravilla a 19 km de Varvarco camino al imponente Domuyo donde los fragmentos de las erupciones volcánicas tomaron forma de conos, agujas y domos que emergen de la nieve en el invierno y viran de tonos rosados a ocres en el verano según cómo les pegue el sol,  rodeados de puestos de invernada y montañas.  

La historia de las primeras tumbas se hace leyenda para contar que los espíritus de Clarisa Sotomayor y Zapata, la cautiva que se casó con el bandolero que la raptó tras asesinar a su padre en Chile, salen a pasear al atardecer entre las rocas, iluminados luego en la penumbra por las estrellas y la luna que brillan en la noche del norte de la Patagonia

La belleza sobrenatural de Los Bolillos. Aquí, en la formación conocida como Los Monjes, está el cementerio. Foto: Martín Muñoz

Es una leyenda basada en hechos reales, como describe desde Huinganco Belver, ese investigador minucioso y apasionado por el pasado de su tierra, quien relata que en el valle que se funde con el polvo y la arena de Los Bolillos a apenas un kilómetro, donde corre el río Varvarco y las laderas se hacen verdes en el declive para que pasten las chivas y las ovejas, estuvo entre 1823 y 1827 el primer campamento de los temibles hermanos Pincheira.

Los Monjes de noche. Así les dicen por su semejanza a un grupo de religiosos con capucha y sotana. Es lo primero que van a ver los viajeros que llegan a Los Bolillos. Foto: Martín Muñoz

Mientras se proclamaban defensores del rey de España asaltaban, destruían pueblos y mataban en el sur de Chile, tomaban prisioneras a las mujeres como parte del botín de guerra y se refugiaban del otro lado de las montañas, en el Alto Neuquén. En las lagunas de Epu Lauquen hacían engordar el ganado que robaban en malón a los estancieros bonaerenses antes de los arreos para cruzar la cordillera.  


Como vestigio de esa época de fronteras inciertas y tesoros escondidos, Belver tuvo en sus manos una de las monedas españolas de plata sellada de Cuzco con la efigie de Fernando VII que atesoran los lugareños que las hallaron. Antes de devolverla, puso un papel encima de la moneda y con un lápiz dibujó sus contornos.

“Al menos quería quedarme con un recuerdo así”, dice con una sonrisa el historiador y explica que nadie por aquí quiere contar si encontró más de una: si hallar el botín enterrado de los Pincheira también obsesionó a varias generaciones, la leyenda dice que quien tenga esa fortuna debe irse y cruzar el río para que no puedan seguir sus pasos los espíritus del tesoro.    

Detrás de Los Bolillos, el valle del río Varvarco donde estaba el campamento de los Pincheira entre 1823 y 1827, Foto: Martín Muñoz

En la reconstrucción de los hechos que Belver tiene la generosidad de compartir en Neuteca200 con textos propios y de otros autores, el valle de Los Bolillos, junto al río Varvarco y la desembocadura del arroyo Atreuco, era la “aldea realista” de los Pincheira, como describe la historiadora Carla Manara de la UNCO.

“Mientras los varones, Antonio, Santos, Pablo y José Antonio cometían sus tropelías en Chile, las hermanas Teresa y Rosario gobernaban el campamento de Los Bolillos donde mantenían más de 300 mujeres cautivas traídas de los pueblos chilenos arrasados obligándolas a convivir con los guardias armados, soldados en descanso, peones, caciques y capitanejos de la banda”, escribe Belver. “La mayoría de estas cautivas tuvieron la triste suerte de terminar como esclavas de los desenfrenos de la soldadesca y obligadas a realizar tareas de pastoreo y cuidados de las haciendas”, agrega.


“La cautiva más famosa que llegó a estos campos del Norte Neuquino fue Clara, la hija del asesinado gobernador Dionisio Sotomayor en 1823, junto a otras bellas jóvenes mujeres de la alta sociedad de Linares”, continúa y explica después que el orgullo que demostró en la defensa del pueblo y en el intento por impedir que asesinaran a su padre le hicieron ganarse un respeto especial al ser trasladada a Los Bolillos.

Tras su matrimonio forzado con Zapata, la cárcel se transformó en amor de acuerdo con las crónicas que cita el historiador. “A la caída del sol y a veces al amanecer, se podía encontrar a Clara y su enamorado Zapata discurriendo abrazados entre las extrañas figuras de piedra de Los Bolillos”, señala.  

Trekking nocturno. Foto: Martín Muñoz

En 1827, cuando las tropas chilenas arrasaron el primer campamento de los Pincheira, Clara y Zapata estuvieron de su lado. Y cuando los hombres de Beauchef destruyeron los ranchos del actual departamento Minas y forzaron un éxodo de unos 3.000 indios, cristianos y cautivas para repoblar Antuco en Chile, en una parada de las tropas en Guañacos Clara le suplicó al jefe militar que perdonara al bandolero y los dejara volver a Los Bolillos. Beauchef accedió.   

Camino a las estrellas: el espectacular trekking nocturno que el 13 de enero del 2020 convocó a más de 400 asistentes. La pandemia obligó a la Comisión de Fomento a organizar una versión reducida para 100 personas en la edición 2021. Foto: Martín Muñoz

En enero de 1832, los soldados trasandinos comandados por Bulnes arrasaron el segundo campamento de los Pincheira en la llamada última batalla de la independencia americana en las lagunas de Epu Lauquen. Había llegado a tener unos 6.000 habitantes entre huasos, antiguos militares realistas, desertores del ejército chileno, ladrones comunes,  espías, mujeres y niños, señala en su tesis de Licenciatura Manuel Pérez Godoy, que también se puede leer en Neuteca200.

Rumbo a Los Bolillos. Foto: Martín Muñoz

Después del combate el general victorioso quiso ir a Los Bolillos a conocer a esa pareja que se había hecho mito en Chile.  Luego de hablar con Clara y Zapata ordenó que no los molestaran y los dejaran seguir con sus vidas en el lugar que habían elegido, relata Belver. “Murieron muy ancianos, casi a la vez y fueron enterrados junto a sus queridas figuras de piedra. En las bellas y serenas tardes del verano, algunos comentan haber visto una extraña y silenciosa pareja pasearse entre Los Bolillos. Dicen que son los espíritus, aún más fuertemente enamorados, de la cautiva y el guerrillero”, agrega.


Pero si esas dos tumbas de Los Bolillos tienen un origen certero, ¿qué cree Belver sobre el cementerio sin documentación?  El historiador relata que del otro lado del Varvarco estaba el cementerio de Pichi Ñire , donde aún hoy se hacen sepulturas y del que sí hay registros escritos de los misioneros salesianos de cuando lo bendijeron en 1890. Y se inclina a pensar que es muy probable que ante la imposibilidad de cruzar el río por la crecida del caudal durante el deshielo de la primavera y el verano, quienes trasladaban los cuerpos sin vida de sus seres queridos hayan optado por sepultarlos entre las rocas de Los Bolillos y que aquellos descansos se hayan transformado luego en las tumbas definitivas. Y aunque lamenta la carencia de documentación, señala que los testimonios orales coinciden en relacionarlas con la fiebre o la peste.  

Las cruces que quedan están deterioradas. Foto: Martín Muñoz.

Esa es la historia que escuchó también Martín Muñoz, guardafauna y fotógrafo que creció en la zona e hizo la primaria en la Escuela 276 La Matancilla, ya cerrada por falta de alumnos.  “Es un hueco de unos cinco metros de ancho por unos 12 de largo donde hoy hay unas ocho o nueve cruces en un lugar oculto, reparado, rodeadas de arena por la erosión. No llegás sino conocés, como si hubieran buscado un lugar apartado, secreto. La historia que nos contaban los mayores, la que escuchábamos en la escuela, dice que había entre 40 y 60 cuerpos sepultados en una fosa común y que esas personas murieron por la fiebre amarilla o la peste, así decían, entre 1920 y 1930”, señala Martín y agrega que muchos temen pasar por ahí de noche por las historias de luces y visiones y  lamenta que hayan desaparecido las medallas que colgaban de las  cruces, cada vez más deterioradas por el paso del tiempo.  


Una de las primeras referencias sobre las epidemias en la región es del sacerdote Domingo Milanesio. Publicada en marzo de 1887 en el Boletín Salesiano y disponible también en Neuteca200, narra el segundo día del primer viaje a Chile de monseñor Juan Cagliero, a quien acompañó en esa peligrosa travesía entre montañas y abismos en la que el obispo de la Patagonia estuvo al borde de la muerte cuando se desbocó su caballo y se arrojó a las piedras antes del precipicio.  

“Lo primero que alegró nuestra vista al poner pie en territorio chileno, fue una hermosa laguna llamada Treyle, {Treile=tero} de 400 metros de largo por 150 de ancho, casi circular. Al lado de esta laguna se encuentran aún los ranchos, ya casi en ruinas, ocupados por la guardia chilena en los meses en que la República Argentina estaba contagiada por el cólera {-la famosa peste de cólera que azotó la Argentina en el año 1885-}. Pero como este señor no necesita de permiso de nadie para entrar donde le plazca, en poco tiempo los departamentos del norte de Chile y en especial la capital de la República, Santiago, se habían infectado. No hay ningún tipo de precaución para escapar del flagelo de Dios cuando éste quiere entrar a castigar una nación”.

Belver señala que otro posible antecedente de atención a apestados sin distinción de nacionalidad es La Enfermería, como se llamaba al puesto ubicado en la laguna Varvarco Campos en un paso obligado de los arreos de los crianceros entre Argentina y Chile en aquellos tiempos en que se dedicaban al comercio y luego de la llegada de Gendarmería al contrabando, como definiría un lugareño décadas después.

Pero antes de eso, en 1903, asombrado por la belleza de Los Bolillos, en su deliciosa crónica del primer ascenso al Domuyo, el sacerdote Lino del Valle Carvajal, quien partió de Chos Malal con siete mulas y un caballo acompañado por el vecino Olegario Ocampo y sus dos ayudantes, Gumersindo D. Carbajal y Santiago Foggiarini, los describía así: “H. 5,50 p.m. Hemos girado un codo del Varvarco hacia el NE y a nuestra derecha hemos divisado un valle encantador y extraño, donde se levantan torres rosadas de diferente grueso y altura. Enderezamos al galope hacia ellas.

Los Bolillos en el invierno. Foto: Martín Muñoz

“Cuando llegamos al primer grupo, compuesto de veinte conos perfectos, entre grandes y chicos, observo que están formados por cenizas rosadas y moradas, con fragmentos de brekes y carbones volcánicos. Los más altos tienen 15 metros y 3 los más bajos. El diámetro del mayor, a la base, es de dos metros. Algunas torres tienen la cúspide del cono emblanquecida por el guano de los ñancos y otras rapaces. Al E hay otros conos truncados, más bajos, y como si estuvieran cubiertos por un velo blancuzco.

“El número de los conos romos pasa de quinientos y se extienden en una superficie de cuatro a cinco hectáreas. Su aspecto es el de un cementerio israelítico del cual se levantaran los muertos envueltos en sus blancos sudarios.  “El sol bañándolos con sus rayos murientes concurre a llenarlos de un aire sepulcral y bíblico, que me recuerda la visión de Ezequiel sobre el Juicio Final. Ocampo dice que parecen almas petrificadas”.  


Los Bolillos es una de las maravillas que ofrece el norte neuquino y por eso una de las escalas obligadas para los turistas que recorren la zona.

Los Bolillos invitan a una recorrida inolvidable. Foto: Martín Muñoz

A 523 kilómetros de Neuquén capital, se llega desde Varvarco: hay que hacer 15 km por la ruta provincial 43, a esa altura un camino de ripio que zigzaguea entre montañas. Y desviarse donde indica el cartel cuatro km hacia la izquierda, entre puestos de invernada.

Hay una loma para estacionar. Y ya desde ese mirador, la vista de esa sucesión de fragmentos de erupciones volcánicas ces estremecedora, con los campos de los crianceros y los álamos y pinos que protegen los puestos en el valle del río Varvarco detrás y más allá los picos nevados de la cordillera.

Desaparecieron las medallas que colgaban de las cruces. Foto: Martín Muñoz

Sólo hay que descender unos 100 metros por la leve pendiente de tierra y arena para empezar la recorrida entre pequeños arbustos. Muchos van primero a la formación conocida como Los Monjes por la semejanza con un grupo de religiosos parados con capucha y sotana para luego perderse entre los laberintos y buscar las tumbas.


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