Imagen infernal
Según los criterios que imperan en todos los países prósperos y democráticos -o sea, en el Primer Mundo-, el ex ministro de Economía Ricardo López Murphy es un centrista moderado que por cierto no desentonaría en ningún gobierno de la Unión Europea. Según las pautas propias del mundillo político argentino, empero, es un extremista inhumano obsesionado por «los números», un agente del FMI que de tener la oportunidad reduciría a buena parte de la población a la esclavitud. Si bien la disparidad así supuesta nos dice muy poco acerca del ideario de López Murphy, nos ayuda a entender los motivos del estado ya catastrófico de nuestro país, el que se ha hundido precisamente por haber sentido insoportables los principios básicos reivindicados por el ex radical. Asimismo, los esfuerzos de tantos por satanizarlo, tratándolo como una especie de ultraderechista más interesado en el bienestar de los banqueros multimillonarios y de los empresarios extranjeros que en «la gente», sirven para recordarnos que apenas han comenzado los cambios culturales imprescindibles para que la Argentina se reintegre económicamente a la comunidad internacional. Por supuesto, es bien posible que López Murphy no sea el político indicado para liderar las transformaciones necesarias, pero si éste resulta ser el caso será por motivos que no tienen nada que ver con sus ideas sobre las causas de la crisis económica y lo que nos será forzoso hacer a fin de superarla.
En el fondo, la razón por la que un hombre que a su manera representa la «ortodoxia» internacional tiene una imagen tan antipática entre sus compatriotas es relativamente sencilla. De convertirse la Argentina en un «país normal», serían perjudicados muchos que se han visto beneficiados por las particularidades del modelo corporativo y clientelista nacional que a pesar de las reformas de la primera mitad de la década de los noventa ha logrado sobrevivir virtualmente intacto. Como dijo López Murphy en el transcurso de su gira por España, «muchos de los que en la Argentina se llaman progresistas son los que en realidad se la pasan dando subsidios sin control. Y luego son los primeros en decir que quienes los denunciamos somos los socios del establishment». Está en lo cierto, ¿qué duda cabe? Aunque conforme a las normas vigentes en otras latitudes la Argentina es objetivamente uno de los países más «derechistas» del planeta, tal detalle no ha sido óbice para que los defensores del statu quo se hayan apropiado de un discurso al parecer progresista, lo cual les ha permitido frustrar con facilidad todos los intentos de privarlos de privilegios que en Europa o América del Norte -lugares «reaccionarios» a juicio de nuestra clase dirigente- serían considerados escandalosos. En cuanto a la aspiración de López Murphy de erigirse en «el infierno del capitalismo prebendario», para merecer el apoyo del grueso de los intelectuales locales los alarmados por su planteo sólo tendrán que acusarlo de estar al servicio del «capitalismo extranjero».
Aunque el secuestro del discurso progresista por parte de populistas oportunistas y con frecuencia corruptos ha sido rutinario desde hace muchos años en toda América Latina, ni siquiera en México ha sido consumado con tanta naturalidad como en nuestro país, pero aun así es posible que la ciudadanía haya empezado a darse cuenta de que ha sido víctima de una estafa sistemática. El lema popular «que se vayan todos» se inspira en la conciencia de que las palabras que pronuncian los políticos y sus auxiliares intelectuales no guardan ninguna relación con lo que efectivamente hacen en el poder, que «el verso» sólo ha servido para desviar la atención de los votantes del saqueo permanente de fondos que terminan atiborrando las «cajas» partidarias y sindicales para después ser redistribuidos, en cantidades cada vez menores, entre los comprometidos con un sistema perverso. Por supuesto, por ser cuestión de una modalidad sociopolítica tradicional, de raíces muy profundas, a los más beneficiados ya no les es necesario comprar a todos sus propagandistas, muchos de los cuales -tal vez la mayoría- se identifican tan sinceramente con el sistema que incluso su derrumbe no ha sido suficiente como para que se hayan sentido obligados a pensar en la posibilidad de que se equivocaron por completo.
Según los criterios que imperan en todos los países prósperos y democráticos -o sea, en el Primer Mundo-, el ex ministro de Economía Ricardo López Murphy es un centrista moderado que por cierto no desentonaría en ningún gobierno de la Unión Europea. Según las pautas propias del mundillo político argentino, empero, es un extremista inhumano obsesionado por "los números", un agente del FMI que de tener la oportunidad reduciría a buena parte de la población a la esclavitud. Si bien la disparidad así supuesta nos dice muy poco acerca del ideario de López Murphy, nos ayuda a entender los motivos del estado ya catastrófico de nuestro país, el que se ha hundido precisamente por haber sentido insoportables los principios básicos reivindicados por el ex radical. Asimismo, los esfuerzos de tantos por satanizarlo, tratándolo como una especie de ultraderechista más interesado en el bienestar de los banqueros multimillonarios y de los empresarios extranjeros que en "la gente", sirven para recordarnos que apenas han comenzado los cambios culturales imprescindibles para que la Argentina se reintegre económicamente a la comunidad internacional. Por supuesto, es bien posible que López Murphy no sea el político indicado para liderar las transformaciones necesarias, pero si éste resulta ser el caso será por motivos que no tienen nada que ver con sus ideas sobre las causas de la crisis económica y lo que nos será forzoso hacer a fin de superarla.
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