Incómodos hasta en la vereda del sol

La sensatez le aconsejaría a Cristina cesar con los delirios persecutorios, acordar con sus adversarios, diseñar un paraguas de contención sistémica, amortiguar los crujidos de una crisis cuyo agravamiento puede ser irreversible.

Trapero L-Gante y Cristina Fernández de Kirchner.

Hubo un tiempo en que Cristina Kirchner parecía encontrarse más en las largas parrafadas del ensayista Horacio González que en la breve poesía deconstructiva del trapero L-Gante.


González murió hace unos días. Dejó un vacío en las usinas devaluadas del pensamiento oficialista. “Fue mi interlocutor ideal: diferíamos en casi todo”, dijo al despedirlo Beatriz Sarlo. González compartió con ella una discusión cortés en Córdoba, en 2013, cuando se cumplían 30 años de la restauración democrática.


Ambos coincidieron entonces en un error: toda su reflexión parecía centrarse en la mirada sociológica y la crítica de la cultura. Eludían con esmero la urgencia de tender un puente de diálogo con las aguas turbulentas de la economía, imprescindible para entender la complejidad de los procesos sociales.


Dicen quienes saben que la vicepresidenta (que anda por ahí evocando la recesión de 2015 como los tiempos felices a los que nos convendría volver) estaría intentando alguno de esos esfuerzos en sus nuevas lecturas. Que estaría tratando de entender la economía.


Algo deslizó en su discurso elegante. Algo más que el elogio al cantante que llegó de los márgenes para conquistar a la meritocracia algorítmica con una computadora errabunda del plan Conectar Igualdad.


Cristina estrenó un diagnóstico oscuro sobre el futuro global, que no se parece en nada al paraíso de condonaciones fraternas que el kirchnerismo imaginaba con gallardetes al inicio de la pandemia. Al parecer, el capitalismo al que entonces mataban –detallando con precisión las contorsiones de su crisis final e irreversible– todavía goza de buena salud. ¿Qué otra novedad está festejando en su centenario el comunismo chino?


Cristina dice ahora que en el incierto día que termine la pandemia no sólo habrá sobrevivido el ancien régime, sino que María Antonieta se paseará luciendo peinados nuevos. “Ricos más ricos, pobres más pobres”, sentenció la vice, incluyéndose en la miseria.


Más que una visión apocalíptica (no hay mejor tono que el del escepticismo para fingir erudición), el discurso de Cristina refleja la desorientación en la que zozobra su pensamiento más íntimo: el pensamiento de una política tradicional, venida del feudalismo y acostumbrada a semblantear el frío del mundo para ubicarse cuanto antes en la vereda del sol.


No es la única que divaga en la neblina. Hay en la economía de occidente un debate intenso sobre el presente inédito.
Matthew Boesler, periodista de Bloomberg, arriesga que el trauma de la pandemia ha cambiado las cosas para siempre desde que el bombardeo de gasto público en Estados Unidos sacó a la economía de la depresión más profunda jamás registrada, más rápido de lo que nadie esperaba. Cambió el eje: la política fiscal reemplazó a la economía monetaria. Menciona que el economista jefe de Goldman Sachs, Jan Hatzius, subrayó el dato estadístico más asombroso de la pandemia: en el segundo trimestre de 2020, cuando la actividad económica medida por el PIB se reducía al ritmo más rápido de la historia, el ingreso de los hogares estadounidenses aumentó, cheques de subsidio mediante.


Cruzando el océano, el eurodiputado francés Pascal Canfin se entusiasmó con un tono parecido. Canfin, de fama emergente, pertenece al partido de Emmanuel Macron y dice que la globalización tal como la conocimos ha concluido. Entramos en una fase nueva: la “era progresista de la globalización”.


Hay veteranos que no coinciden con tanto optimismo. Nouriel Roubini, el gurú de la última gran recesión dice que es inminente una crisis de deuda “estanflacionaria”, que combinará la mezcla explosiva de inflación con recesión de la década de 1970 con la burbuja de deuda de 2008. Advierte que la deuda gubernamental en las economías avanzadas puede ser licuada parcialmente por la inflación, como sucedió en los ’70, pero “no sucederá lo mismo con las deudas de mercados emergentes denominadas en moneda extranjera”.


En otras palabras: el riesgo de la “era progresista de la globalización” es que Argentina se perjudique porque los países centrales están haciendo con el capitalismo eso que los progresistas a la violeta, como Cristina, siempre dijeron que había que hacer. Menuda contradicción: estaríamos incómodos hasta en la vereda del sol.


La sensatez le aconsejaría cesar con los delirios persecutorios, acordar con sus adversarios, diseñar un paraguas de contención sistémica, amortiguar los crujidos de una crisis cuyo agravamiento puede ser irreversible.
La singularidad de la época lo recomendaría. En uno de sus últimos aportes, Horacio González prendió una alarma subrayando una idea que le llegaba desde sus antípodas ideológicas.


González reconoció que el filósofo Giorgio Agamben estaba alertando sobre un hecho inédito para la humanidad: durante la cuarentena eterna, la civilización llegó al extremo de prohibir el acompañamiento de los familiares en los sepelios. Una novedad inconcebible, que no ocurría desde el drama de Antígona.


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