La amenaza gala
Para nosotros, el aumento espectacular del precio de la soja, el que en lo que va del año ha subido el 40% gracias a la sequía que está asolando el medio oeste de Estados Unidos, ha sido una bendición. Sin el “viento de cola” proporcionado por los commodities, la recuperación del derrumbe del 2001 y el 2002 hubiera sido mucho más difícil, mientras que si la soja se mantiene a su nivel actual, atenuará el impacto social de la recesión. Otros, en cambio, no tienen motivos para festejar la evolución de los precios de los productos del campo; en un período de penurias económicas, se ven obligados a pagar mucho más por recursos que les son imprescindibles. Así las cosas, no es del todo sorprendente que los perjudicados por el boom de commodities como la soja estén buscando pretextos, a su juicio legítimos, para regular el mercado de granos. Como suele suceder, los interesados en subordinar la ley de la oferta y la demanda a sus propias prioridades están procurando respaldar sus pretensiones en tal sentido con argumentos que no son meramente económicos sino también éticos. Pueden señalar que, entre las víctimas de la suba de los precios de la soja, el trigo y el maíz, están centenares de millones de pobres de países como Egipto que para sobrevivir dependen casi por completo de las importaciones. A juicio de algunos analistas, la “primavera árabe” que está convulsionando el norte de África y el Oriente Medio se debe más al aumento continuo del costo de vida que a la voluntad de muchos de poner fin a décadas de dictadura brutal. Advierten que, a menos que se reduzcan drásticamente los precios de los productos agropecuarios básicos, habrá hambrunas en Egipto, Siria y algunos países de África oriental como Etiopía. Como podía preverse, el nuevo gobierno francés se ha puesto a la cabeza de una campaña internacional a favor de la regulación del mercado de soja y de cereales. El presidente François Hollande, un socialista que, como la mayoría de sus compatriotas, está a favor de medidas proteccionistas y propende a ver en la globalización los resultados de una conspiración antifrancesa, quiere que el G20 celebre una reunión de emergencia para discutir el problema planteado por las oleaginosas y los cereales con el propósito de fijar topes a los precios. Según Hollande y otros integrantes de su gobierno, el aumento notable del precio de la soja en los meses últimos ha sido posibilitado no sólo por condiciones climáticas adversas en Estados Unidos y otras partes del mundo, además de la voracidad insaciable de China, sino también por la especulación, detalle que a su entender justificaría plenamente una intervención destinada a restaurar lo que en opinión de los franceses sería un precio justo. Por fortuna, no es muy probable que prospere la propuesta de Hollande, ya que, por motivos evidentes, se le opondrán vigorosamente los gobiernos de la Argentina y Brasil, mientras que el del Reino Unido podría intentar aprovechar lo que sería una buena oportunidad para embestir una vez más contra el proteccionismo agrícola francés que, desde su punto de vista, ha causado tantos problemas en la Unión Europea. Es que, cuando de regular los mercados se trata, todos los gobiernos anteponen de manera automática los intereses de su propio país a los de la “comunidad internacional”: los británicos se dedican a obstaculizar los intentos de sus socios continentales, liderados por Francia, de controlar con más rigor los mercados financieros porque ponen en peligro la capacidad de la City londinense para generar cantidades enormes de dinero; los alemanes reaccionarían con estupor si a alguien se le ocurriera proponer frenar sus exportaciones automotrices porque sus éxitos en dicho ámbito están provocando estragos en sectores industriales clave de Francia e Italia. Asimismo, aunque la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a menudo critica con vehemencia el protagonismo de los mercados en el mundo actual y parece firmemente convencida de que sería mejor que todos los gobiernos cerraran filas para disciplinarlos, no podrá simpatizar con quienes dicen creer que, por incidir tanto el costo de los alimentos en el bienestar de centenares de millones de personas pobres, es urgente que el G20 intervenga para hacer caer los precios de nuestras exportaciones principales.
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