La cultura de la cancelación: mejor no hablar de ciertas cosas

Pasa con Woody Allen, Polansky, pero también Pedro Mairal, o Foucault. Lo que incomoda o es cuestionable se impugna. Apagar al otro cuando genera rechazo se ha convertido hoy en una marca de esta época, en una actitud muchas veces peligrosa.

Con el suficiente poder vocativo para derretir trayectorias, clausurar la circulación de una obra o licuar conflictos bajo el peso de una normatividad que se pretende concluyente, la llamada “cultura de la cancelación” que se instaló hace un tiempo en la agenda pública adquiere cada vez más matices inquietantes y como un eco tardío de la posverdad habilita impugnaciones sin pruebas contundentes, como el rumor que recientemente atribuyó delitos sexuales al filósofo francés Michel Foucault o la exhumación de una vieja y desacreditada denuncia por abuso que empañó las evocaciones afectuosas al escritor Carlos Busqued, fallecido el 29 de marzo.


Un escritor muere y los panegíricos en torno a su breve pero celebrada obra se van enrareciendo con comentarios que aluden a una antigua -y finalmente desestimada- denuncia judicial por acoso. Un prestigioso filósofo francés que dedicó gran parte de su vida a estudiar las relaciones de poder es acusado sin pruebas sólidas por un colega que cuarenta años después confiesa haber sido testigo de sus delitos sexuales. Las dos escenas remiten a una misma secuencia: un pasado a veces improbable se interpone en el presente para alterar drásticamente la ponderación de una figura pública y entronizar una argumentación unilateral que no admite contrastes porque la ausencia del “aludido” quiebra toda chance de defensa o refutación.

Esos episodios simbolizan un giro peligroso en lo que se ha dado en llamar cultura de la cancelación, una práctica que con el correr del tiempo va sofisticando sus métodos de inculpación para salir al cruce de obras o pensamientos y señalar su descolocamiento o extravío frente al paradigma legitimado por la época.

“La cancelación es hija del escrache fascista que inventaron los militantes que seguían a Mussolini hace un siglo para aterrorizar a cualquiera que se pusiera en su camino hacia el poder. Y el escrache fascista es hijo de las hogueras de la Inquisición medieval. Es una misma familia de violencia: siempre según el estilo de la época. Se escracha, se quema o se cancela a los ‘enemigos’ religiosos, culturales, morales, políticos ”, señaló el escritor y crítico de arte Daniel Molina.

“Se hace de manera instantánea, sin defensa posible y sin apelación. Siempre es un acto cobarde: son patotas amplias, masivas, atacando a individuos aislados”, prosigue el autor de “Autoayuda para snobs”, que despliega una picante rutina en redes a través de su cuenta @rayovirtual.

Muchas veces una obra o un autor queda deslegitimado por hechos que ocurrieron (o que pudieron haber ocurrido) en su pasado.


La escritora Ariana Harwicz sabe bien cómo inciden estos tiempos de exacerbada corrección política sobre la circulación de una obra, qué pasa cuando el mercado acusa recibo de la audacia cuestionada y decide darle la espalda a un texto que tiempo antes respaldaron los editores y refrendaron la crítica y los premios. Su más reciente novela, “Degenerado”, donde el narrador asume la identidad de un hombre que ha sido detenido y juzgado por violar y matar a una nena, solo logró ser traducida en países como Rumania, Irán, Irak, Egipto. Pánico editorial, en cambio, fue la reacción seriada en los países del continente europeo, donde vive desde 2007.

“Cultura de la cancelación es de por sí un oxímoron, una contradicción que marca un eje de marketing, mejor dicho, la semántica del horror del marketing en la cual vivimos”, destaca.

Dar entidad a la marea cancelatoria implicaría para la ensayista y curadora Andrea Giunta blindarse al grueso de la producción artística e intelectual de todos los tiempos y confrontarse a un vaciamiento de los principales acervos mundiales: “Si esto significa eliminar de la historia a los pedófilos, abusadores, violadores, muy probablemente dejaría los museos y los estantes de las bibliotecas vacíos”, dice a Télam. Y fija posición: “Voy a seguir viendo películas de Woody Allen y de Polanski y, por supuesto, seguiré leyendo a Foucault. Esa es mi decisión personal”.

“Cualquiera puede ser cancelado, incluso los canceladores. Y aún en gran expansión, no es algo organizado y ni siquiera es masivo ni popular”, analiza la artista y ensayista Bárbara Pistoia.


Para Florencia Angilletta, doctora en Letras, la corrección política “es la forma rápida de nombrar cierto malentendido que organiza parte del debate cultural luego de la caída del muro de Berlín y el ‘fin’ del ‘corto siglo XX’”, y a la vez “un intento por neutralizar los efectos de ciertas condiciones de enunciación que involucran a las minorías”. La autora es taxativa: no por sustituir “aborígenes” por “pueblos originarios” o “afroamericanos” por “negros” quedarían pulverizadas las asimetrías de poder y las estigmatizaciones.

“Cuando la cancelación se cruza con el arte se produce una tragedia. El arte es, de por sí, en su esencia, contestatario: eso significa que produce fuera de las limitaciones (morales, políticas) de la época. Obviamente que si una obra es realmente de arte va a ser mal vista por la moral de la época”, plantea Molina, quien agrega que “una obra de arte es siempre hecha por personas. Y las personas son todas falladas”.

“Elegir a unos u otros para juzgar en público porque sus acciones no nos agradan es miserable. Es propio de esta época éticamente miserable”, concluye.


La literatura, una de las presas favoritas de la cancelación

Si la literatura funcionó siempre como territorio para la indagación de lo oscuro, de pulsiones en cuya viscosidad se aloja lo perturbador o lo perverso, hoy esos límites no parecen tan franqueables y algunos autores aparecen más alcanzados que otros por esta nueva normatividad condensada en la cultura de la cancelación que exige asimilar desde la ficción la tolerancia a las minorías y los nuevos protocolos de género.

Estos nuevos parámetros ponen en dificultades narrativas como las de Pedro Mairal, que en su antología de relatos «Breves amores eternos» ofrece una galería de personajes «incómodos«, desde voyeuristas que espían púberes por las redes y jóvenes varones que idean un ardid para filmar a una chica desnuda hasta hombres despechados que son capaces de subastar la virginidad de una mujer sin su consentimiento.

Más de una vez el autor de «La uruguaya» ha tenido que rendir cuentas por las derivaciones argumentales de sus textos. «Últimamente me he visto obligado a explicar que los personajes son ficción. Antes no me pasaba eso, no tenía que explicar que yo, como ciudadano, no soy mi personaje y que no necesariamente coincido con lo que piensa. Antes no había que explicar nada; ahora hay una nueva moral, con la cual, al menos en el mundo diurno, coincido, pero que no tiene por qué estar mis personajes», dice Mairal en una entrevista reciente concedida a un periódico español a propósito de la edición en ese país de su libro «Salvatierra».

En esa línea razona la escritora Ariana Harwicz: «Antes los artistas podían ir a ver como piensa un un violador, un torturador o un genocida. Pero ahora no se puede, no está permitido. Te tratan de perverso o de narcisista». La autora de «La débil mental» y «Precoz» plantea también un arrasamiento de la ficción por parte los discursos asociados a la verdad: «Hoy muchos editores sacan un libro sobre una violada, pero si fue violada de verdad. Lo mismo con una historia sobre incesto: tuvo que haber sucedido y tuvo que haber llegado a los tribunales. El morbo está puesto en que haya sido verdad. Es un desprecio a la escritura de ficción».

¿Se trata de una narrativa efímera o tardará mucho en ser erradicada de los discursos sociales?

«El arte sobrevivirá y los niños que ahora están naciendo o los que nazcan en 10 años al llegar a adultos mirarán esta costumbre violenta de la gente políticamente correcta como una brutalidad incomprensible», vaticina el crítico y escritor Daniel Molina.

Cancelar, impugnar o apagar la otredad cuando genera incomodidad o rechazo se ha convertido hoy en una marca de época, en una nueva derivación problemática surgida de la desnaturalización del debate en las redes sociales, moldeadas por algoritmos que agrupan a los usuarios por patrones de afinidad y generan una suerte de extrañamiento frente al disenso en los que la lógica del intercambio de argumentos es sustituida por el aplastamiento drástico de las diferencias por vía de la agresión o el bloqueo.

«Cualquier horizonte represivo, cualquier normatividad, se instala generando un imaginario. ¿Cómo subió acaso Hitler al poder? No creo que esta no cultura de la cancelación se instale únicamente en redes y funcione como una burbuja, como algo elitista que concierne a los que están en las redes y nada más. Muchísima gente fue despedida, llevada a la muerte social y convertida en paria, y no fue a partir de las redes. Es cierto que acrecientan y llevan a un especie de lugar extremo el linchamiento, pero también ocurre fuera de ellas», matiza Harwicz.

La escritora radicada en Francia debutó en la literatura con «Matate, amor», una novela sobre la maternidad que le valió la nominación al prestigioso premio Man Booker International pero que paradójicamente le genera el bloqueo de su cuenta de Twitter cada vez que pretende mencionarla, ya que para esa red social el título funciona como una «incitación» a la autolesión.»Lo que intenta esta cultura de la cancelación es negar al sujeto histórico, trata de negar eso. Me parece una iniciativa de la negación que se inscribe en sociedades capitalistas y negadoras que dicen que las dictaduras o Auschwitz ya pasaron y dan por cerrados los procesos históricos como si se tratara del capítulo de un libro, como si los sobrevivientes de los campos de concentración no se siguieran suicidando o los hijos de desaparecidos de la última dictadura teniendo pesadillas y traumas», plantea.

Para la ensayista Bárbara Pistoia, sin embargo, la gran mayoría de las veces no llega a cristalizarse la cancelación «pero siempre termina funcionando para motorizar agendas, temas y/o como empujón de prensa. Lo que no quita la peligrosidad de su uso ni lo que va cultivando. Y agrega: «No lo minimizo, me parece grave y necesario de refutar, de ajustar bien cómo leerlo, porque en realidad lo que veo detrás de todo escrache y cultura cancelatoria es una disputa de poder».

Más allá del alcance que tienen los señalamientos o demandas de impugnación dirigidas a todo pensamiento que no se adecúa al signo de época, lo que parece desmontar la llamada cancelación es el rol del conflicto dentro de las sociedades ¿En qué medida esta práctica atenta contra la idea de una trama democrática en la que se debe apelar a la construcción de consensos para conciliar posiciones antagónicas? ¿Proponer la invisibilización para desactivar el poder corrosivo de un pensamiento incómodo no se parece más a la herramienta de un régimen totalitario que a la de una instancia democrática?

«Más que atentar a un orden democrático, con democracias que están totalmente atentadas por desigualdades estructurales que a nadie parecen importarle tanto como cuando se sugiere ‘cancelar’ una escena de una película, atentan contra las convivencias sociales», expone Pistoia. Y amplía:

«Porque si dentro de ese gran sector intelectual y cultural que la promueve o rechaza, más temprano que tarde, va a empezar a ser inevitablemente leída como una disputa de poder, para el gran afuera se construye un dispositivo de cacería, otro más, y como todo dispositivo de cacería, sabemos quiénes son siempre los más desprotegidos y desprotegidas».

Muchas de las críticas que se impulsan en esta cancelación parecieran tener un origen subalterno -reconocimiento del racismo, de la desigualdad de género, de la autoridad y el poder, etc- pero cuando se activan parecen responder más a una práctica de sectores conservadores en redes sociales que de resistencia política cultural.

«Tal vez haya que empezar a pensar cómo enfrentar las prácticas de escrache y cancelación junto a esa otra gran pregunta de época que es qué hacer con los discursos de odio en general. En cualquiera de los casos me parece que es esencial tener una mirada integral y no mero afán de defender libertades bajo una lupa individual o gozadora de ciertas garantías de raza y clase», explica la experta en conflictos raciales y autora del libro «Por qué escuchamos a Tupac Shakur».


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