La democracia simplificada
Al apoyar a su homólogo venezolano Nicolás Maduro, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dice que la oposición debería “respetar la democracia” y esperar tranquilamente hasta las elecciones próximas. Lo que Cristina no dice es que también a los gobiernos, incluyendo los de origen constitucionalmente legítimo, les corresponde “respetar la democracia”, o sea acatar a rajatabla las reglas que son propias del sistema, algo que ni el chavista ni el kirchnerista, ambos resueltos a ir por todo, han intentado hacer. Por el contrario, no bien se instalaron en el poder, los dos se apropiaron del dinero del Estado para repartirlo entre sus amigos, aliados políticos y punteros a cargo de aparatos clientelares. Con todo, aunque los chavistas y los kirchneristas más vehementes tienen mucho en común, ya que se adhieren a variantes de la misma ideología supuestamente progresista, cuando no revolucionaria, y están mucho más interesados en sus respectivos “relatos” que en esforzarse por gobernar con un mínimo de eficiencia, los primeros cuentan con el apoyo de fuerzas militares politizadas, tanto venezolanas como cubanas, mientras que, a pesar de la incorporación reciente a sus filas del general César Milani, los segundos sólo están en condiciones de movilizar a bandas de piqueteros y matones como los integrantes del grupo Quebracho. Así, pues, en nuestro país la oposición democrática sí puede darse el lujo de prestar atención al consejo presidencial, puesto que le parece escasa la posibilidad de que los kirchneristas recuperen el poder electoral que tuvieron hace poco más de dos años. En cambio, la oposición venezolana tiene motivos de sobra para temer que el régimen chavista cometa fraude electoral, como a juicio de muchos ya hicieron para que Maduro triunfara por un margen estrecho sobre Henrique Capriles luego de la muerte del comandante Hugo Chávez, o que opte por “profundizar la revolución” por medios aún más contundentes. Por lo demás, es poco realista pedirle a la oposición venezolana que se resigne a la destrucción de su país a manos de una pandilla de sujetos prepotentes, corruptos y fenomenalmente ineptos. Por asombroso que parezca, los chavistas se las han arreglado para provocar una crisis económica mayúscula en un país petrolero que en buena lógica debería estar entre los más prósperos del planeta, con una tasa de inflación de al menos el 56% anual, una escasez aguda de bienes esenciales y apagones constantes: para luchar contra el desbarajuste, al gobierno de Maduro no se le ocurre nada mejor que ordenar el Ejército “liberar” máquinas de lavar y papel higiénico que empresarios no quieren vender a pérdida. Aún más grave, si cabe, es la indefensión ciudadana: con alrededor de 25.000 asesinatos anuales, Venezuela es un país mucho más peligroso para civiles que Irak. Para protestar en la calle contra una situación así no es necesario ser “un fascista” o un agente de la CIA, como dicen Maduro y sus aplaudidores de cierta izquierda internacional. El enemigo principal del chavismo, y del kirchnerismo, no es una fantasmagórica derecha conspiradora, Estados Unidos o cualquier combinación de “poderes concentrados” oligárquicos. Es su propia ineptitud. A diferencia de los socialistas de un siglo atrás que tomaban realmente en serio los problemas que tendrían que superar para alcanzar sus metas ambiciosas, quienes aspiran a concretar cambios socioeconómicos igualmente profundos en Venezuela y la Argentina se parecen más a actores aficionados que a “revolucionarios” de verdad. Tapan sus muchas deficiencias con palabras rimbombantes que no guardan relación alguna con lo que efectivamente sucede en los países que han logrado dominar. Son farsantes que juegan con las esperanzas de las decenas de millones de personas que están en vías de depauperar, detalle éste que no parece preocuparles porque, para ellos, “el relato” importa muchísimo más que el bienestar de sus compatriotas. Por fortuna, en la Argentina al gobierno kirchnerista no le será dado eternizarse en el poder porque el electorado no lo permitirá, pero en Venezuela no hay ninguna seguridad de que los chavistas, que no han vacilado en asesinar a manifestantes, resulten dispuestos a aceptar el veredicto de las urnas si la mayoría quiere poner fin a una aventura que ya ha tenido consecuencias catastróficas para el grueso de la población.
Al apoyar a su homólogo venezolano Nicolás Maduro, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dice que la oposición debería “respetar la democracia” y esperar tranquilamente hasta las elecciones próximas. Lo que Cristina no dice es que también a los gobiernos, incluyendo los de origen constitucionalmente legítimo, les corresponde “respetar la democracia”, o sea acatar a rajatabla las reglas que son propias del sistema, algo que ni el chavista ni el kirchnerista, ambos resueltos a ir por todo, han intentado hacer. Por el contrario, no bien se instalaron en el poder, los dos se apropiaron del dinero del Estado para repartirlo entre sus amigos, aliados políticos y punteros a cargo de aparatos clientelares. Con todo, aunque los chavistas y los kirchneristas más vehementes tienen mucho en común, ya que se adhieren a variantes de la misma ideología supuestamente progresista, cuando no revolucionaria, y están mucho más interesados en sus respectivos “relatos” que en esforzarse por gobernar con un mínimo de eficiencia, los primeros cuentan con el apoyo de fuerzas militares politizadas, tanto venezolanas como cubanas, mientras que, a pesar de la incorporación reciente a sus filas del general César Milani, los segundos sólo están en condiciones de movilizar a bandas de piqueteros y matones como los integrantes del grupo Quebracho. Así, pues, en nuestro país la oposición democrática sí puede darse el lujo de prestar atención al consejo presidencial, puesto que le parece escasa la posibilidad de que los kirchneristas recuperen el poder electoral que tuvieron hace poco más de dos años. En cambio, la oposición venezolana tiene motivos de sobra para temer que el régimen chavista cometa fraude electoral, como a juicio de muchos ya hicieron para que Maduro triunfara por un margen estrecho sobre Henrique Capriles luego de la muerte del comandante Hugo Chávez, o que opte por “profundizar la revolución” por medios aún más contundentes. Por lo demás, es poco realista pedirle a la oposición venezolana que se resigne a la destrucción de su país a manos de una pandilla de sujetos prepotentes, corruptos y fenomenalmente ineptos. Por asombroso que parezca, los chavistas se las han arreglado para provocar una crisis económica mayúscula en un país petrolero que en buena lógica debería estar entre los más prósperos del planeta, con una tasa de inflación de al menos el 56% anual, una escasez aguda de bienes esenciales y apagones constantes: para luchar contra el desbarajuste, al gobierno de Maduro no se le ocurre nada mejor que ordenar el Ejército “liberar” máquinas de lavar y papel higiénico que empresarios no quieren vender a pérdida. Aún más grave, si cabe, es la indefensión ciudadana: con alrededor de 25.000 asesinatos anuales, Venezuela es un país mucho más peligroso para civiles que Irak. Para protestar en la calle contra una situación así no es necesario ser “un fascista” o un agente de la CIA, como dicen Maduro y sus aplaudidores de cierta izquierda internacional. El enemigo principal del chavismo, y del kirchnerismo, no es una fantasmagórica derecha conspiradora, Estados Unidos o cualquier combinación de “poderes concentrados” oligárquicos. Es su propia ineptitud. A diferencia de los socialistas de un siglo atrás que tomaban realmente en serio los problemas que tendrían que superar para alcanzar sus metas ambiciosas, quienes aspiran a concretar cambios socioeconómicos igualmente profundos en Venezuela y la Argentina se parecen más a actores aficionados que a “revolucionarios” de verdad. Tapan sus muchas deficiencias con palabras rimbombantes que no guardan relación alguna con lo que efectivamente sucede en los países que han logrado dominar. Son farsantes que juegan con las esperanzas de las decenas de millones de personas que están en vías de depauperar, detalle éste que no parece preocuparles porque, para ellos, “el relato” importa muchísimo más que el bienestar de sus compatriotas. Por fortuna, en la Argentina al gobierno kirchnerista no le será dado eternizarse en el poder porque el electorado no lo permitirá, pero en Venezuela no hay ninguna seguridad de que los chavistas, que no han vacilado en asesinar a manifestantes, resulten dispuestos a aceptar el veredicto de las urnas si la mayoría quiere poner fin a una aventura que ya ha tenido consecuencias catastróficas para el grueso de la población.
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