La herida sigue abierta
Como sucede todos los años desde el 18 de julio de 1994, el día en que terroristas extranjeros, con la colaboración de algunos argentinos, perpetraron el peor atentado de la historia de nuestro país contra la sede de la AMIA, matando a 85 personas e hiriendo a centenares, el jueves pasado los deudos de las víctimas se reunieron para reclamar que el gobierno nacional haga más para obligar a los presuntos responsables a rendir cuentas ante la Justicia. Puede que su actitud haya sido poco realista, ya que la Argentina nunca ha estado en condiciones de forzar a la República Islámica de Irán a entregar a los acusados de estar detrás del ataque, pero no lo era esperar que el gobierno hiciera un esfuerzo genuino por movilizar a la comunidad internacional a fin de presionar al régimen teocrático iraní. Sin embargo, parecería que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el canciller Héctor Timerman y otros miembros del gobierno actual están más interesados en congraciarse con los islamistas iraníes que en solidarizarse con sus propios compatriotas. Por querer cerrar filas con el bloque bolivariano que ha hecho de Irán un aliado en su lucha, por fortuna sólo retórica, contra Estados Unidos o, tal vez, por suponer que, a cambio de su voluntad evidente de pasar por alto un atentado sanguinario, podrían conseguir algunas concesiones comerciales, decidieron dejar la causa en manos de la Justicia iraní que, huelga decirlo, es radicalmente distinta de la argentina. Era de prever, pues, que este año las protestas contra la postura oficial serían aun más fuertes que en el pasado y que Timerman, el responsable del acuerdo con Irán, sería calificado de “traidor”. Si lo que el gobierno kirchnerista esperaba cuando, para extrañeza de virtualmente todos, eligió colaborar con los iraníes era lograr convencerlos de que les convendría permitir que juristas argentinos interrogaran en Teherán a los miembros jerárquicos del régimen islamista sospechados de ser los autores intelectuales del atentado, se trataba de una ilusión atribuible ya a su propia ingenuidad, ya a su falta de escrúpulos. A lo sumo, algunos dirigentes iraníes podrían sentirse tentados a procurar aprovechar una oportunidad para desacreditar a rivales, pero de ser así aún no lo han hecho; en el mundillo político islamista, el haber ordenado a los milicianos de Hezbollah atentar contra un blanco judío en América del Sur sería considerado meritorio. Como los revolucionarios brutales que son, los teócratas que gobiernan Irán sienten un profundo desprecio por todos aquellos que no comparten sus propias ideas, de suerte que era absurdo suponer que tendrían algún interés en aclarar lo que sucedió casi veinte años atrás en un país lejano habitado por infieles. A su juicio, absolutamente todo, incluyendo, desde luego, la verdad, ha de subordinarse a la revolución islámica, de ahí la insistencia en achacar el atentado a “los sionistas”, sus enemigos mortales, con el propósito de conseguir la adhesión de los antisemitas, aliados naturales de un régimen liderado por sujetos que fantasean en público con la aniquilación definitiva del Estado de Israel. Aparte de complacer a los chavistas venezolanos y de recordarnos que los legisladores kirchneristas obedecerán cualquier orden de Cristina, por caprichosa que sea, el pacto con Irán no ha traído beneficio alguno al gobierno nacional. Además de agrietar todavía más la sociedad argentina, ampliando la división entre los kirchneristas incondicionales y los demás, ha tenido un impacto muy negativo en las relaciones con Estados Unidos e Israel al brindar la impresión de que el gobierno de Cristina se ha alineado con Venezuela y sus satélites latinoamericanos, distanciándose de las demás democracias de la región, lo que ha contribuido a agravar nuestro aislamiento. Ha sido un precio muy alto por una iniciativa que, quizás, ha sido consecuencia de nada más siniestro que la improvisación de aficionados que querían anotarse éxitos fáciles buscando atajos sin tomar en cuenta ni la realidad internacional ni la naturaleza de un régimen revolucionario como el iraní que, en opinión no sólo de los israelíes sino de muchos otros, entre ellos los líderes de países árabes vecinos, plantea una amenaza sumamente grave a la paz mundial.
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