La inflación, como fábrica de pobreza

La inflación es el crecimiento sostenido y generalizado de los precios de una economía. Nada nuevo. Lo que dicen los manuales y lo que ha experimentado la historia argentina de los últimos 70 años.

COLUMNISTAS

Ahora bien, en la actualidad, hablar de inflación es mencionar la palabra maldita. El tabú que debe ser erradicado del lenguaje, porque así lo desea el gobierno peronista en el poder, que desprecia, no ya los términos correctos cuándo éstos le generan complicaciones al relato, sino que se mencione el gran drama de los argentinos y la causa que genera los demás problemas que siguen sin ser abordados; como en un mantra, elegir no mencionar la palabra, parece ser la mejor y más válida solución para que el mismo no exista y si no existe, no es un problema.

La cuestión parece no pasar por arrancar de raíz el problema que afecta al sistema social, sino borrarla del diccionario. Lamentable.

Si no se lo acepta como lo que es, después de una historia nacional rica y dramática en la materia, no podrán movilizarse los medios y las herramientas para diagnosticar sus posibles causas (siempre múltiples) ni mucho menos para erradicarla.

La Argentina es un país que ha conocido la hiperinflación (no el único por cierto), sin embargo en un «corsi e ricorsi» despiadado, cae una y otra vez en el problema que la inflación significa, como en un perpetuo déjà vu y como si nada fuese importante ni atendible; sólo una «dificultad» más. Mientras que el resto de los países del mundo, salvo excepciones, ha solucionado el problema y ya existe consenso de que la inflación es mala, negativa, aquí todavía tropezamos una y otra vez con la misma piedra y nos negamos a reconocer lo que «la mancha venenosa» produce al entramado económico y social.

Es cierto que en procesos de crecimiento económico robusto, tal vez un dígito de inflación no sea causal de desesperación ya que resulta parte del ciclo económico y absolutamente controlable; ahora, que aceptemos como «natural» dos dígitos de inflación y crecientes, en un tramo del ciclo en el cual no crecemos o más bien tenemos recesión, ya se parece más a un trauma de nuestra condición de argentinos, que un fenómeno económico que debe ser atacado, atenuado y/o erradicado.

Es falsa y hasta bizantina la discusión, ahora, sobre si las multicausas del fenómeno de crecimiento de los precios deben ser vistas a través de un prisma ortodoxo o heterodoxo; ya sea que la inflación la produzcan los oligopolios con posición dominante de mercado, que sea parte de la puja distributiva, importada (problema exógeno), consecuencia de un desmedido déficit fiscal que la propaga, de una emisión monetaria galopante o de una severa restricción externa o de todas las anteriores. Lo cierto es que, una vez disparada, causa estragos y desequilibrios macroeconómicos de muy compleja solución.

Con inflación, todo se desmadra. No hay certezas de producción, de rentabilidad ni de inversión, el pueblo pierde poder adquisitivo minuto a minuto, no puede planificarse a mediano plazo, los precios relativos parecen las caras de un cubo mágico, los servicios públicos se resienten, el presupuesto de gastos y recursos de los estados se convierte en un dibujo, la conflictividad social aumenta y tantas otras graves manifestaciones como se quiera mencionar.

Claro que los argentinos somos muy originales y el gobierno kirchnerista, un primus inter pares. En vez de poseer precisión en cuanto a la magnitud del problema, a efectos de diagnosticar un menú de soluciones, rompimos el termómetro. Destrozamos las estadísticas públicas a través de una bochornosa intervención del Indec en enero del 2007, por lo que, hasta el día de hoy, oficialmente no se sabe cuál es la inflación a nivel país. Ni la inflación, ni la pobreza, ni el nivel y crecimiento del producto bruto, ni la inversión, ni nada. En esto creo que somos campeones mundiales en idiocia.

De nuevo, parece ser que, aquí, si la cosa no puede medirse con cierta fidelidad, no existe y si no existe, para qué preocuparse. Total, que la Argentina es el mismo país con dos millones de pobres que con doce o trece o dieciséis. ¿Es el mismo? Desde luego que no. Un país que no puede saber ni cuántos pobres ni cuántos indigentes tiene, es un país bananero y que no se piensa con seriedad a sí mismo, porque no saber implica, además de la pústula y la vergüenza de exhibir tamaña cantidad de pobres a los que se pretende esconder bajo la alfombra, no poder pensar estrategias para acabar con una deuda social insoportable y que se arrastra de años.

Hoy, los porcentajes de pobres por ingresos en la Argentina varía, según quién lo mida (oficialista u opositor) desde un 20% hasta un 40%; muy patético, muy triste. Los pobres no son un número, una mera estadística. Son compatriotas que no pueden acceder a lo mínimo para vivir con la dignidad de quien es ciudadano argentino. Y para colmo, esto se traslada hacia el futuro (pobreza intergeneracional) con lo que, en vez de pensar con esperanza y utópicamente, nos chocaremos más temprano que tarde con un país distópico en el que los niños no partirán del mismo lugar y, desde luego, no llegarán a la misma meta. Nada más oprobioso.

Y para ir a la médula del presente escrito, ¿cuál es el principal factor (no el único) que sume en la pobreza a sectores cada vez más grandes del pueblo argentino?, sí claro, respondió bien: ¡la inflación!

Hemos, circularmente, vuelto al principio, pero era necesario para entender cómo es que se encadenan los fenómenos sociales.

Entonces, en el país neoliberal y privatista creamos un núcleo duro de pobreza por desempleo (básicamente) ya que la inflación era baja pero el proyecto, perverso y excluyente; ahora, con el «modelo del relato», creamos nuevos pobres que se suman a los de siempre (habiendo bajado la cantidad hasta el 2007, justo es reconocerlo), porque tal modelo que se dice inclusivo no para de excluir por inflación, informalidad laboral y, últimamente, suspensiones y despidos por la recesión.

Volvemos a foja cero, comenzamos de nuevo, siempre. Con neoliberalismo o con populismo. Y lo que necesitamos es, más república, sentido común, sensibilidad para con los más vulnerables, visión estratégica del desarrollo, más equidad en todos los campos, planes, mejor justicia, mejores y más innovadores empresarios, profundas modificaciones en el sistema tributario y de coparticipación, un cambio esencial de cultura política y mentes abiertas propias del siglo XXI que transitamos. Ya que, al fin, no todo da lo mismo.

Por eso, si pudiéramos soplar en el oído de quienes conducen la Nación, le diríamos, parafraseando al famoso asesor norteamericano, «es la inflación, ¡estúpido!»

(*) Presidente bloque de Legisladores de la UCR- Río Negro

BAUTISTA MENDIOROZ (*)


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