La muerte de Ben Laden
El gobierno norteamericano, acompañado en esta ocasión por buena parte de la ciudadanía de su país y por muchos en el resto del mundo, está celebrando la muerte del líder de Al Qaeda, Osama ben Laden, como un triunfo histórico sobre el terrorismo. Según el presidente Barack Obama, merced al “pequeño equipo” que lo mató “se ha hecho justicia” y “nuevamente se nos recuerda que Estados Unidos puede hacer lo que se proponga”. Con todo, si bien puede entenderse la satisfacción que sienten los norteamericanos frente a la muerte a manos de sus fuerzas especiales del hombre que creó la organización responsable de una larga serie de atentados devastadores, de los que los más espectaculares ocurrieron el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, matando a casi tres mil personas, y el Pentágono en Washington, el que durante casi diez años el saudita lograra burlarse de los servicios de inteligencia tanto de Estados Unidos como de sus aliados europeos debería ser motivo de honda preocupación. A pesar de los esfuerzos de centenares, acaso miles, de agentes y la voluntad de los norteamericanos de pagar mucho dinero por información que los ayudaría a ubicarlo, Ben Laden pudo mantenerse escondido en una mansión lujosa en un lugar urbano en las afueras de Islamabad, la capital de Pakistán, lo que hace suponer que su paradero fue conocido por muchas personas, entre ellas policías y militares paquistaníes que, por miedo o por lealtad, se negaron a colaborar con quienes lo buscaban. Aunque el gobierno de Obama, como el de su antecesor, George W. Bush, quiere tratar a Pakistán como un aliado confiable en “la guerra contra el terror” que se declaró aquel 11 de septiembre entregándole miles de millones de dólares anuales en concepto de ayuda, sabe muy bien que muchos militares paquistaníes simpatizan con los islamistas y respaldan activamente a los talibanes que están luchando contra la OTAN y el régimen de Hamid Karzai en el vecino Afganistán. Durante años los voceros de las autoridades paquistaníes insistían en que ellas también estaban resueltas a ver muerto o capturado Ben Laden pero, decían, vivía en una zona tribal montañosa que por estar fuera de su control no les era dado encontrarlo. Pues bien, si resulta que el terrorista más buscado del mundo se mudó a Abottabad, una localidad a menos de 60 kilómetros de Islamabad, hace pocas semanas, los paquistaníes podrán defenderse contra las acusaciones de quienes creen que están engañando sistemáticamente a sus supuestos aliados occidentales: en caso contrario, los norteamericanos tendrán buenos motivos para sospechar que le brindaron protección hasta llegar a la conclusión de que les convendría abandonarlo a su suerte. La ola de rebeliones que está agitando al mundo árabe ha servido para hacer aún más intensa la rivalidad entre el régimen sunnita de Arabia Saudita y la teocracia chiíta de Irán, de la que Ben Laden, a pesar de ser él mismo un sunnita, actuaba como un aliado, lo que, según parece, molestaba mucho a los paquistaníes. De todos modos, la muerte de Ben Laden –ya transformado, a ojos de sus seguidores islamistas, en un “mártir”– no necesariamente significa la desarticulación de Al Qaeda. Por lo demás, aun cuando dicha organización ya no estuviera en condiciones de seguir operando como antes, quedaría una multitud de células terroristas, además de individuos sueltos, que comparten su ideología, no sólo en Pakistán sino también en Somalia, Yemen, Argelia y, desde luego, muchos países europeos. Es por eso que se prevé que en las próximas semanas algunos grupos tratarán de vengarse atentando contra blancos en Estados Unidos y Europa. En efecto, hace muy poco un cable que fue divulgado por WikiLeaks nos informó que, de ser muerto o capturado Ben Laden –eventualidad que a los autores les parecía inminente– Al Qaeda haría estallar una bomba nuclear que tiene oculta en algún lugar de Europa. Puede que sólo haya sido cuestión de una bravuconada, pero los encargados de velar por la seguridad en Europa y Estados Unidos han tomado tales amenazas lo bastante en serio como para ponerse en estado de alerta máxima por entender que los yihadistas se sentirán obligados a hacer cuanto puedan para empañar los festejos por la eliminación de su jefe más notorio provocando nuevas atrocidades.
El gobierno norteamericano, acompañado en esta ocasión por buena parte de la ciudadanía de su país y por muchos en el resto del mundo, está celebrando la muerte del líder de Al Qaeda, Osama ben Laden, como un triunfo histórico sobre el terrorismo. Según el presidente Barack Obama, merced al “pequeño equipo” que lo mató “se ha hecho justicia” y “nuevamente se nos recuerda que Estados Unidos puede hacer lo que se proponga”. Con todo, si bien puede entenderse la satisfacción que sienten los norteamericanos frente a la muerte a manos de sus fuerzas especiales del hombre que creó la organización responsable de una larga serie de atentados devastadores, de los que los más espectaculares ocurrieron el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, matando a casi tres mil personas, y el Pentágono en Washington, el que durante casi diez años el saudita lograra burlarse de los servicios de inteligencia tanto de Estados Unidos como de sus aliados europeos debería ser motivo de honda preocupación. A pesar de los esfuerzos de centenares, acaso miles, de agentes y la voluntad de los norteamericanos de pagar mucho dinero por información que los ayudaría a ubicarlo, Ben Laden pudo mantenerse escondido en una mansión lujosa en un lugar urbano en las afueras de Islamabad, la capital de Pakistán, lo que hace suponer que su paradero fue conocido por muchas personas, entre ellas policías y militares paquistaníes que, por miedo o por lealtad, se negaron a colaborar con quienes lo buscaban. Aunque el gobierno de Obama, como el de su antecesor, George W. Bush, quiere tratar a Pakistán como un aliado confiable en “la guerra contra el terror” que se declaró aquel 11 de septiembre entregándole miles de millones de dólares anuales en concepto de ayuda, sabe muy bien que muchos militares paquistaníes simpatizan con los islamistas y respaldan activamente a los talibanes que están luchando contra la OTAN y el régimen de Hamid Karzai en el vecino Afganistán. Durante años los voceros de las autoridades paquistaníes insistían en que ellas también estaban resueltas a ver muerto o capturado Ben Laden pero, decían, vivía en una zona tribal montañosa que por estar fuera de su control no les era dado encontrarlo. Pues bien, si resulta que el terrorista más buscado del mundo se mudó a Abottabad, una localidad a menos de 60 kilómetros de Islamabad, hace pocas semanas, los paquistaníes podrán defenderse contra las acusaciones de quienes creen que están engañando sistemáticamente a sus supuestos aliados occidentales: en caso contrario, los norteamericanos tendrán buenos motivos para sospechar que le brindaron protección hasta llegar a la conclusión de que les convendría abandonarlo a su suerte. La ola de rebeliones que está agitando al mundo árabe ha servido para hacer aún más intensa la rivalidad entre el régimen sunnita de Arabia Saudita y la teocracia chiíta de Irán, de la que Ben Laden, a pesar de ser él mismo un sunnita, actuaba como un aliado, lo que, según parece, molestaba mucho a los paquistaníes. De todos modos, la muerte de Ben Laden –ya transformado, a ojos de sus seguidores islamistas, en un “mártir”– no necesariamente significa la desarticulación de Al Qaeda. Por lo demás, aun cuando dicha organización ya no estuviera en condiciones de seguir operando como antes, quedaría una multitud de células terroristas, además de individuos sueltos, que comparten su ideología, no sólo en Pakistán sino también en Somalia, Yemen, Argelia y, desde luego, muchos países europeos. Es por eso que se prevé que en las próximas semanas algunos grupos tratarán de vengarse atentando contra blancos en Estados Unidos y Europa. En efecto, hace muy poco un cable que fue divulgado por WikiLeaks nos informó que, de ser muerto o capturado Ben Laden –eventualidad que a los autores les parecía inminente– Al Qaeda haría estallar una bomba nuclear que tiene oculta en algún lugar de Europa. Puede que sólo haya sido cuestión de una bravuconada, pero los encargados de velar por la seguridad en Europa y Estados Unidos han tomado tales amenazas lo bastante en serio como para ponerse en estado de alerta máxima por entender que los yihadistas se sentirán obligados a hacer cuanto puedan para empañar los festejos por la eliminación de su jefe más notorio provocando nuevas atrocidades.
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