La Peña: El juego prohibido con las naranjas de la calle

Eran momentos de tensión, de mucha adrenalina y también de riesgos un poco innecesarios. El único factor positivo era lo divertido. Tal vez lo accesible del insumo ayudaba a elegir ese juego.
Exigía rapidez y capacidad para esconderse y no asomar la nariz hasta que el peligro hubiera pasado, pero eso era solo para los expertos.
Por lo general volvíamos a casa con la cara abollada y tal vez un ojo negro. No estaba permitido llorar para evitarnos el “jodete, yo les dije que no jugaran a eso”.
En mi pueblo crecimos rodeados de naranjos cargados de frutos agrios, más amargos que los limones. Eran naranjas que se veían imponentes, pero que se usaban para la sombra en las calles en un escenario donde en el verano los 40 grados eran moneda corriente. No eran comestibles hasta donde nosotros sabíamos, pero se podía utilizar para infusiones o para dulce de naranja. No más que eso. Por eso usarlas como proyectiles en juegos infantiles era un buen destino.
Pero las más grandes y maduras no eran las preferidas para el juego. Las más chicas, verdes y duras impactaban mejor y eran más fáciles de usar.
1,2 y 3 y largaba el juego. Había apenas segundos para esconderse detrás del árbol más gordo y empezar a disparar naranjas. Podíamos juntar 50, o más para el comienzo.
Un bando de un lado de la calle y el otro en frente. Los lapachos eran buenos para el escondite porque cubrían todo el cuerpo, pero también servían los palos borrachos y algunas especies de troncos anchos.
Se pactaba previamente el tiempo de juego, pero por lo general la disputa terminaba cuando alguien de uno u otro bando recibía un disparo en la cara que lo dejaba colorado y conteniendo las lágrimas. Era el juego prohibido por lo implacable, inocente, pero feroz porque si dábamos en el blanco era para lío.
Y si había heridos de un lado o del otro no sólo nos esperaba el reproche en casa.


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