La Peña: La casa de los abuelos, punto de encuentro indiscutible

Elegimos recuerdos, los cuidamos, los guardamos en la memoria por siempre y cuando menos esperamos aparecen de la nada. Una imagen se asocia a otra y nos lleva siempre al mismo sitio.
Es que la casa de los abuelos reúne aromas, clima, plantas, colores y hasta esos sabores inolvidables de las comidas que hacían ahí.
Volví muchas veces al pueblo donde crecimos, pero jamás entré a la casa de los abuelos. Tenía miedo a derribar las imágenes intactas de una infancia feliz que mezclaba juegos con tareas domésticas. No quería olvidarme de la paila donde se hacía el dulce de membrillo de cada año y el reparto de la primera tanda entre los chicos. Hoja de parra en mano para no quemarnos, con un cucharón pasaba la abuela con una porción del dulce más rico imaginado.
En ese mismo patio cubierto de enredaderas había un largo banco de madera, se podría decir sede oficial de las mateadas de la tarde. Una mesa casera de hierro ángulo que en lugar de madera tenía un viejo cartel de los cigarrillos 43/70 que se imponían en ese tiempo. En una de las cabeceras un rallador antiguo de pan duro o de queso. Ahí confluíamos los primos que a media mañana mandaban sus padres a rallar el pan o el queso. Y de paso nos divertíamos. Esa gestión podía llevar largo rato porque no era solo el trámite de ir a rallar el pan. Era charla, era juego y tal vez otro mandado.
La casa de los abuelos era oscura. Solíamos entrar y en la cabecera, a media mañana, mi abuela empezaba con los preparativos del almuerzo. Y muchas veces nos llamaba a probar un trozo de torta de nuez, bañado con azúcar. De paso le ayudábamos a desgranar las arvejas, porque ella era enemiga de las conservas enlatadas.
Todavía, varias décadas después, me vuelven los aromas, las risas, los rostros jóvenes e intactos de la familia, de los primos que podíamos dejar las bicis en el cordón de la vereda sin que nadie las tocara. La casa de los abuelos era sinónimo de estar seguros.


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