La trilogía formativa del papa Francisco

Columna de opinión

Yo veo tres caminos para los jóvenes y los niños: el de la educación, el del deporte y el del trabajo. Con estos tres caminos, les aseguro que no habrá ninguna dependencia, nada de drogas, nada de alcohol”.

La frase podría corresponder a un maestro, a un político o a un deportista. Pero no. La dijo el papa Francisco días atrás a los miles de personas que participaron en la Plaza San Pedro de la fiesta del 70º aniversario del Centro Deportivo Italiano.

Tales expresiones, puestas en boca del purpurado, importan poner el acento en cuestiones tan sencillas como necesarias. Con su enfática cadencia, Francisco no habla desde el púlpito sino desde su propia experiencia de vida.

Es que con 13 años, un apenas adolescente Jorge Bergoglio comenzaba a hacer la limpieza de una fábrica de medias para luego cumplir tareas administrativas en la misma y años más tarde, ya en el Colegio Industrial, trabajar en un laboratorio en el que cumplía horario de 7 a 13.

Podría haberse quejado de su suerte. Sin embargo, lejos de ello, es el día de hoy que agradece a su padre haberlo instado a ganarse sus primeros pesos.

La idea de esta trilogía formativa es una constante que domina el pensamiento del primado argentino. Es frecuente escucharlo reflexionar que tales actividades son buenas, “porque te llevan para adelante”.

Por eso no duda en exigirles a deportistas, gerentes y políticos: “¡Educación, deporte y puestos de trabajo!”.

Un joven que tiene educación, que comparte con sus compañeros algún deporte o que empieza a despuntar la idea del trabajo siempre estará pensando en positivo, ya que dirige su proa hacia el futuro.

Es que en cualquiera de estos tres ámbitos, si se quiere llegar a buen puerto, deben existir dedicación, constancia y disciplina. También aceptación de reglas de convivencia. De allí su incuestionable carácter formativo.

Francisco se entusiasma cuando habla de estos temas, transformando su figura en una suerte de entrenador que arenga a sus dirigidos, pidiéndoles que “no se conformen con un empate mediocre”.

Al tiempo de resaltar la importancia de los clubes, insta a dirigentes y entrenadores a ser personas de puertas abiertas para todos; a ser gente acogedora, que enaltezca el juego en equipo y escape a los individualismos.

Los clubes, a su entender, deben ser centros donde se ayuden unos a otros, en los que la inclusión permita que jueguen todos, no sólo los mejores.

Es ahí cuando Francisco recala en el club de sus amores, San Lorenzo de Almagro, al que concurría asiduamente para ver a su padre jugar al básquet y los domingos al Gasómetro para alentar al Ciclón.

El mensaje del papa es bienvenido porque parte de lo terrenal. Es una suerte de despegue que carretea en las cuestiones cotidianas y luego levanta vuelo a desafíos más trascendentes.

Este hombre vestido de blanco es aquel que de pequeño solía jugar a la pelota en la plaza de Membrillar y Bilbao, del barrio de Flores, y en la secundaria, los lunes después de clase, se juntaba con sus compañeros para ir a patear al potrero que estaba pegado a la iglesia de la Medalla Milagrosa. Aquel otro que antes de entrar al seminario se recibió de técnico químico mientras recibía órdenes de Esther Balestrino, una valiente señora paraguaya que le inculcó “que las cosas debían hacerse bien”.

Una expresión coral de una misma persona en distintos momentos de su vida. La misma que juntaba a los chicos del barrio en un picado y hoy reúne a Shimon Peres y Mahmoud Abbas en un intento de paz.

Marcelo Antonio Angriman

Abogado. Profesor nacional de Educación Física. marceloangriman@ciudad.com.ar


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