La última visita

Columna semanal

La Peña

No había forma de que nos convencieran. Eramos capaces de caminar varias cuadras de más para evitar ese paso. La puerta imponente de hierro alta y pintada de negro era todo un desafío y cerrada implicaba una barrera más.

Claro, a veces el sereno se tomaba unas copas de más y se olvidaba la puerta abierta. Era sinónimo de posible fuga de muertos y al mismo tiempo nos anticipaba que tendríamos una noche compleja.

Se trataba ni más ni menos que del cementerio del pueblo, donde a los muertos los encerraban en sus nichos o tumbas de tal manera que no pudieran salir si a alguno se le ocurría resucitar.

El tema era que por curiosos, solíamos darnos una vuelta por el cementerio para ver cómo los dejaban, de manera de asegurarnos que de noche no anduvieran vagando por ahí y asustando chicos. Es que muchas veces llevaban a los muertos, los tapaban con un poquito de tierra y los dejaban para al día siguiente terminar con el trabajo. Y eso era como dejarles la puerta abierta para que se escaparan, siempre desde la convicción de que los muertos salían de noche a asustar gente. Es que creíamos que a los muertos siempre les quedaba un poco en el carretel como para una última noche de parranda.

Una tarde fuimos a ver el sepelio de don Alberto, hombre callado, alto, canoso. De buenos gestos, solidario y muy querido en el pueblo. Un grupito de amigos lo teníamos en un lugar destacado entre nuestros afectos, porque de tanto en tanto, mientras vivió, nos daba algunas propinas, nos regalaba mandarinas y si nos veía en la plaza, nos pagaba una vuelta de Fanta. Pero muerto, se puso a la par de los demás. Y eso era más fuerte que los afectos. Es decir, el temor pesaba más que el cariño. Y don Alberto pasó a ser uno más, más allá de nuestro cariño en vida.

A don Alberto lo dejaron en un nicho de esos que tienen un féretro arriba del otro. El tema es que pusieron el cajón, las flores en la puerta, pero no lo taparon con ladrillos y cemento, supongo porque era viernes en la tarde. Nos quedamos con miedo, pasamos una noche de perros pensando en que don Alberto vendría a hacer su última visita a nosotros, que éramos casi sus amigos porque había enviudado unos años antes y nosotros, cuatro o cinco niños, éramos su soporte. Lo visitábamos seguido, le calentábamos el agua del mate, cosechábamos las limas y nos daba la mitad. Además, le hacíamos los mandados.

Es decir, no había razones para que don Alberto tomara represalias con nosotros si jamás le habíamos hecho ninguna maldad. A lo sumo contar de más la limas para que cuando dividiera la mitad nos quedaran un poco más de las que nos correspondían.

Lo cierto es que terminado el sepelio, oscureció temprano ese día y volvimos a casa. Cada uno sabía el temor que llevaba consigo. Esperamos que don Alberto apareciera en cualquier momento y nos tirara de las patas, como solían decir los supersticiosos.

Esa noche no pasó nada, en mi caso me dormí tarde, muy tarde, estaba tapado hasta la cabeza, pero no le quise contar a nadie en casa de mis temores.

A la mañana nos levantamos y empezó la ronda de consultas cara a cara. En ninguno de los domicilios de mis amigos habían existido señales de la presencia de don Alberto. Y se nos ocurrió ir a la siesta a chequear si el nicho ya estaba tapado lo suficiente como para que don Alberto no pudiera salir más.

Llegamos al cementerio, fuimos temerosos al nicho y para sorpresa nuestra, sólo quedaban las flores, El cajón ya no estaba y no había señales de su paradero. El cementerio estaba a unas quince cuadras de casa. Sólo recuerdo que volamos de ahí, cruzamos calles, veredas y baldíos sin pausa huyendo de un ser que en vida hubiera sido incapaz de hacernos daño. Esa vez el miedo le ganó al cariño y al respeto. Cosa de chicos.

Jorge Vergara

jvergara@rionegro.com.ar


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios