Literatura: la madre ya no es lo más grande que hay

En las últimos libros de ficción, la maternidad aparece lejos de ese lugar sacralizado que la caracterizaba. Los retratos actuales muestran seres defectuosos, desganados buena parte del tiempo, agotados, incompletos.

Ni abnegada, ni perfecta. Las madres que retrata la literatura actual son, muchas veces, personajes sórdidos, seres defectuosos, desganados buena parte del tiempo, agotados, incompletos.


En la frondosa literatura del yo que se apila en las librerías sobran ejemplos de este rol ahora desacralizado y puesto sobre la mesa sin rubor, despojado de cualquier gesto romántico.
En primera persona, las escritoras se animan a contradecir esos manuales de la crianza perfecta que elaboraban -y elaboran- los decálogos de la madre siempre lista: sonriente, enérgica, disfrutando de la lactancia aun en el momento en el que bebé les muerde el pezón.

La poeta Marina Yuszczuk, que acaba de ser premiada por su última novela, “La Sed” , publicó hace algunos años “Madre soltera”, un poemario sobre su propia maternidad, con sus conflictos, placeres y contradicciones.

En sus páginas está la incertidumbre del embarazo y la intensidad del parto, el entusiasmo y el desánimo que despiertan la crianza, la belleza y la ferocidad. “La experiencia de tener un bebé me dejó muda. Todo el mundo me preguntaba cómo estaba y yo contestaba que bien, que tenía sueño, todas esas trivialidades. Pero lo que te pasa es más hondo. Y estuve mucho tiempo sin poder decir algo. Yo soy poeta hace muchos años, y para mí estaba la expectativa sobre qué podría decir. Fue el libro que más me costó escribir, indudablemente, porque tuve que salir de ese estado de mudez y plasmar cosas que son gigantes y que uno siente que cuando las escribe las está reduciendo”, explicó en su momento.

Aunque el personaje central de “La hija única”, de la mexicana Guadalupe Nettel es su amiga Alina, y el doloroso pero sorprendente proceso que atraviesa al enterarse que el bebé que espera está enfermo y en serios riesgos, la maternidad en todas sus formas es el centro de esta novela. Y en todas sus formas significa la forma más angustiante, pero también la más bella, la más compleja, y la más desamorada. Pero no siempre es literatura autoreferencial.


El retrato que hace la moldava Tatiana Tîbuleac en la hermosa novela “El verano que mi madre tuvo los ojos verdes”, es conmovedor. Y aunque comienza así: “Aquella mañana en la que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás”, este libro tiene su parte de redención (bueno, sí, lo sugiere el título).

Escrito desde la mirada de un hijo que se siente rechazado a raíz de un trágico incidente, la novela muestra que a veces, es posible abrir pequeñas e iluminadoras puertas aún en relaciones que parecen destinadas al fracaso, en este caso, la de un hijo y su madre.

También desde la mirada de una hija que se siente como mínimo ignorada, está escrita “La Sal”, primera novela de la argentina Adriana Riva. Historia pequeña, condensada, que arranca con una escena crucial en la infancia, pero que tiene su punto de implosión durante un viaje de cuatro mujeres a Macachín, La Pampa: la escritora, su hermana, su madre y su tía. Ema, la protegonista, está embarazada sin demasiada convicción de su segundo hijo e intenta que ese viaje le sirva para desentrañar el vínculo que tiene -o no tiene- con su madre.

Todo se torna inquietante, o más bien tenebroso, en muchas de las nuevas producciones literarias. Aunque el libro de Samanta Schwebling, “Distancia de rescate” fue publicado hace siete años, volvió a mencionarse mucho estos días por el estreno del filme de Claudia Llosa basado en la novela. La perturbadora historia lleva hasta la tensión más extrema el vínculo madre-hijo, el lado más incómodo de la maternidad, el miedo de perder a un hijo. Aparece la vida en el campo, la transmigración de los cuerpos y los efectos nocivos de los cultivos transgénicos. El título, “Distancia de rescate” se refiere justamente a la distancia invisible que separa a un hijo de su madre; la distancia donde todavía ella puede salvarlo (“esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”).


El vínculo se vuelve aún más escalofriante en uno de los largos relatos de “Flores que se abren de noche”, el nuevo libro del argentino Tomás Downey. Es posible que “La paciencia”, el tercero de los cuentos de este libro, genere una atmósfera de angustia profunda. Ambientada en un futuro incierto, una madre cuyo hijo ha muerto en un accidente decide iniciar los trámites de reanimación del chico. Los reanimados no regresan al mundo de la vida tal como eran. Nicolás, por ejemplo, vuelve sin un ojo, con la piel quemada y dificultades para comunicarse. Pero lo inquietante del relato es el modo en que no logra reestablecerse la relación.

¿A cuánto estamos dispuestos en nombre de ese vínculo? No tan nuevo, pero igual de vigente es el retrato que hace la brillante Mariana Enríquez en “Un chico sucio”, el cuento que forma parte de su libro “Las cosas que perdimos en el fuego”.

La argentina Ariana Harwicz huye de la corrección política. Siempre. Lo hace en “Degenrado”, donde escribe desde la voz de un pedófilo; lo hace en “Precoz”, y lo hace, por supuesto, en “Matate amor”, donde el hastío, la alienación y lo siniestro marcan el pulso de esta novela que pone patas para arriba el matrimonio y la maternidad.


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