Los buenos en un mundo malísimo

Los españoles lo llaman “buenismo”. Se trata de la propensión a felicitarse por el compromiso personal con el bien y el deseo de ayudarlo en su batalla eterna contra el mal, de tal modo subrayando la superioridad moral propia, para entonces atribuir todas las lacras sociales habidas y por haber a la perversidad de los demás.

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La palabra se puso de moda cuando encabezaba el gobierno de la Madre Patria José Luis Rodríguez Zapatero, un personaje “políticamente correcto” que se hizo notorio por su sensiblería empalagosa y miope.

No se trataba sólo de Zapatero, claro está, sino también de una multitud de jóvenes ingenuos que se imaginaban capaces de cambiar el mundo haciendo obras de bien sin poder prever que estaban contribuyendo a preparar el terreno para una crisis socioeconómica tremenda. Es que los buenistas raramente logran lo que presuntamente quieren porque no les interesan los temas prácticos. Muchos desprecian a los pragmáticos, sujetos aburridos que hablan de la necesidad de pensar en las consecuencias concretas que tendrían medidas determinadas, ya que tales detalles les importan mucho menos que las presuntas intenciones de quienes las proponen. Coinciden en que los responsables del lamentable estado del mundo son los políticos y empresarios que no comparten sus puntos de vista pero, luego de ver decepcionadas sus esperanzas, los más astutos han aprendido a ser reacios a decirnos cómo remediar las deficiencias que denuncian con tanta pasión.

Aunque en su mayoría los buenistas siguen siendo progresistas ateos o agnósticos, últimamente el exponente más notable de la modalidad ha sido el papa Francisco. Merced a los nobles sentimientos que según parece subyacen en sus declaraciones, Jorge Bergoglio se ha dotado de una reputación internacional envidiable. Hace poco manifestó urbi et orbi su indignación por el hecho deplorable de que aún haya familias sin vivienda, campesinos sin tierra y personas sin la dignidad que da el trabajo. También quiere que los países de la Unión Europea abran las puertas de par en par para que entren los millones de personas que están huyendo de la miseria y la violencia en que están hundidos Oriente Medio y África, exhortación ésta que los europeos más necesitados prefieren pasar por alto.

El secreto de los buenos más resueltos, entre ellos el papa, consiste en tomar el bienestar universal, un mundo en que nadie carecería de nada, por algo que debería ser perfectamente normal. Dan a entender que hubo una edad de oro antes de que el egoísmo, la indiferencia ante el dolor ajeno y el excesivo afán de lucro corrompieran el género humano, pero que si todos fuéramos tan buenos como ellos sería posible reconstruir lo perdido. Aunque es de suponer que saben muy bien que el mundo nunca fue un paraíso y que, en términos materiales por lo menos, se ha progresado muchísimo en las últimas décadas, sobre todo en países superpoblados como China e India, hablan como si creyeran que la pobreza es forzosamente una aberración, algo reciente provocado por el sistema capitalista, que el desempleo es un escándalo insólito y la desigualdad, un crimen de lesa humanidad que acaba de cometerse.

Si sólo fuera cuestión de la voluntad de los gobernantes, todos los países del planeta, con la eventual excepción de algunos en que mandan ascetas más preocupados por el más allá que por los asuntos terrenales, serían dechados de prosperidad y justicia social. Aunque es habitual imputar las deficiencias locales a la maldad o estupidez de gobiernos anteriores, no tiene sentido acusarlos de haberlas agravado adrede. Al régimen militar de los años setenta del siglo pasado le hubiera encantado transformar la Argentina en una potencia industrial rebosante de dinero y los pobres en multimillonarios debidamente agradecidos. Lo mismo podría decirse del gobierno radical de Raúl Alfonsín, la coalición progre de Fernando de la Rúa, el gobierno peronista “de derecha” de Carlos Menem y, desde luego, el peronista “de izquierda” del matrimonio Kirchner. Todos fracasaron no porque fueran sádicos resueltos a depauperar a sus compatriotas, hazaña que no los beneficiaría en absoluto, sino porque, para parafrasear a Alfonsín, no pudieron, no supieron o no quisieron llevar a cabo los cambios necesarios.

En teoría, debería ser relativamente fácil impulsar el desarrollo económico y social. Desde hace casi dos siglos, los distintos países han probado suerte con una gran variedad de estrategias diferentes. Algunas, como las comunistas, resultaron ser inútiles; a cambio de la muerte de millones de personas en condiciones atroces, produjeron miseria en gran escala e incluso en algunos países que lograron incorporarse a la Unión Europea dejaron atrás sociedades corruptas, paupérrimas y desmoralizadas. Otras estrategias, las mixtas, en que mercados más o menos libres convivirían con instituciones públicas benefactoras, brindarían resultados promisorios, si bien aún restaría mucho por hacer hasta en los países escandinavos que en buena lógica deberían servir de modelos. Sería de suponer, pues, que el debate en torno a la mejor manera de alcanzar los objetivos que virtualmente todos reivindican quedaría en el pasado, pero sucede que continúa como si la experiencia internacional no pudiera enseñarnos nada.

Luego de recuperarse de su desconcierto inicial, muchos admiradores del “experimento soviético” se sintieron liberados por la implosión del imperio creado por Lenin y Stalin, ya que en adelante podrían concentrarse en denunciar las lacras de su propio país sin tener que minimizar la gravedad de las del “socialismo real”. Algunos buenistas llevan banderas rojas a las manifestaciones callejeras en que dan rienda libre a su frustración y el papa Francisco dice que los hay que lo acusan de ser un comunista porque le angustia el destino de los pobres, lo que, a la luz de lo que efectivamente ocurrió en países regidos por comunistas en que los pobres abundaban, es absurdo.

Sucede que, a veces sin darse cuenta, muchos progresistas autoproclamados están más interesados en fulminar el statu quo que en intentar mejorarlo. Comparar lo existente con lo ideal para entonces afirmarse un partidario insobornable de esto es a un tiempo fácil y agradable. Quienes lo hacen con habilidad pueden convertirse en celebridades mundiales o, de tratarse de políticos, acumular el poder suficiente para permitirles aplicar sus beneficiosas recetas, en el caso nada probable de que tengan algunas, ya que, a juzgar por los resultados conseguidos por docenas de gobiernos progresistas, de por sí la buena voluntad no garantiza nada.

JAMES NEILSON


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