“Los juegos y la mar océano del poeta”
La principal consigna de Pablo Neruda era escribir, su juego esencial; luego, jugar a jugar. Así, al tiempo que escribía, jugaba hasta con las casas que habitaba; las remodelaba y las rehacía constantemente, agregando salas, rincones luminosos y hasta pasajes secretos (decía que practicaba la arquitectura espontánea). “Rafita”, un operario todo terreno, que ejercía los oficios de la carpintería, la albañilería, la plomería y la electricidad, lo asistía todo el tiempo y hasta grababa las piedras y escribía en los tirantes del techo los nombres de los amigos muertos que, como homenaje, estampaba el Poeta; ahí se entrecruzaban Federico García Lorca y Acario Cotapos, Miguel Hernández y Alberto Rojas Jiménez… Pablo también jugaba con sus mascotas, sus mascarones de proa y sus campanas, sus botellas y sus astrolabios, con las monedas de cobre y los medallones; jugaba con sus libros, con los cócteles y la paila marina. Lo esencial en la vida del poeta era dedicarse a sus versos, que justificaban su paso por el mundo, y a distraerse con los cacharros que coleccionaba de manera incesante y hasta con la inocencia de un niño. “Neruda es un maravilloso cachurero”, me dijo una vez Jorge Edwards. “¡Cómo Pablo no va a estar con la diabetes alta y con flebitis –se asombró otra vez en Isla Negra Elbio Romero–. Si se pasa haciendo cócteles para agasajar a los amigos!” Pero el Poeta trabajaba todas las mañanas; mejor dicho, jugaba todas las mañanas con palabras dóciles o complejas, familiares o extrañas para volar con sus versos incomparables. Jugaba desde las siete y hasta el mediodía. Solía explicar que los sitios más gratos para escribir, con las mejores vistas, no eran los más propicios ni prolíficos para la creación poética, porque la belleza natural distrae la percepción del artista, que lo fundamental lo extrae de su paisaje interior. Por eso, su pequeño escritorio daba de espaldas al mar; sin duda prefería oírlo, escuchar su mensaje áspero, íntimo y permanente. Su exquisito sentido musical trasmutaba en poemas el incesante decir de las olas que cantaban sobre las piedras y las arenas de su Isla Negra (que ni de isla ni de negra, como observó mi amigo Alejandro Roemmers, tiene nada; sino todos los gratos matices de los verdes universales). La melodía de su “Oda al mar” sigue estremeciendo el oído de todo lector sensible. Así como Pablo fue un espléndido aeda del amor, que celebró a la mujer con poemas de seda o de cristal, fue también un artífice enamorado del mar y el mar está presente en toda su poesía. Y luego la mujer y el mar se entrecruzan en esos amores entrañables, aferrados al corazón como la ostra a la piedra o la arena a la playa. El mar, siempre el mar en Pablo Neruda y el amor y el jugar; jugar a jugar, como juegan los niños, con seriedad… Una mañana de otoño, mientras conversábamos, embelesados, contemplando el extendido e incesante Océano Pacífico, me confesó: –En esta casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. Con este catalejo –me dijo, poniéndolo en mi mano–, contemplo el mar todos los días; juego con sus olas a la distancia. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hace tanta falta. Otro día que lo visité, estaba enternecedoramente en la playa junto al compositor Acario Cotapos, unos de sus entrañables amigos y viejo compinche, remontando un colorido barrilete (o cometa o volantín, como se lo llama en otros países), que sobrevolaba el mar con los ojos del poeta.
ROBERTO ALIFANO
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